Anna Juan Cantavella
«Libros “buenos” y banales: libros neoliberales. Una reflexión sobre la educación emocional en la literatura infantil contemporánea»
Revista Educación, Política y Sociedad, vol. 10, núm. 1 (2025).
Número temático: «Emocionalización de la educación. Discursos, políticas y prácticas».
Revista Educación, Política y Sociedad (REPS) | Universidad Autónoma de Madrid (@UAM_Madrid) | Madrid | ESPAÑA
Se incluye a continuación el artículo según su edición en PDF. Véanse las referencias en la publicación original. Licencia Creative Commons.

RESUMEN
Desde principios del siglo XXI, la llamada literatura infantil emocional no ha dejado de crecer tanto en títulos como en ventas. Su capacidad para penetrar en muchas casas y escuelas se debe, en parte, a que son percibidos como libros neutros y llenos de buenas intenciones. El propósito de este artículo es caracterizar este tipo de libros infantiles a través del análisis de algunas de las obras más vendidas y trazar puntos de unión con los postulados de la educación positiva y la ética neoliberal. El objetivo es demostrar que no se trata de libros neutros, ni literarios ni infantiles.
Palabras clave: libros infantiles de emociones, pedagogización, adultocentrismo.
INTRODUCCIÓN
Los niños somos muy desgraciados —dijo para sí el muñeco—. Todos nos gritan, todos nos regañan, todos nos dan consejos. Si los dejáramos, a todos se les metería en la cabeza ser nuestros padres y nuestros maestros; a todos, hasta a los Grillos parlantes.
Carlo Collodi, Pinocho
El monstruo de colores de Anna Llenas (seis millones de ejemplares vendidos), De mayor quiero ser feliz de Anna Morató y Eva Rami (trescientos mil), Tengo un volcán de Míriam Tirado y Joan Turu (cien mil), Tu cuerpo es tuyo o Nos tratamos bien. Un cuento sobre el respeto, ambos de Lucía Serrano (treinta y cinco mil ejemplares vendidos) o la autopublicación Éramos una vez... mi mamá y yo de Saioa López y Eva Rami (Mejor cuento educativo para niños y Cuento más inspirador para niños, en los premios International Latino Book Awards 2023) son solo algunos de los títulos de literatura infantil más vendidos en los últimos años del siglo XXI. En todos ellos (y en muchos otros), las emociones y el trabajo de identificarlas para aprender a gestionarlas se alzan como protagonistas.
Desde principios del siglo XXI, las ciencias sociales se han esforzado por analizar la influencia de la llamada «ciencia de la felicidad» en sectores culturales y académicos, así como el «giro afectivo» que parece haber penetrado en muchos de los ámbitos de nuestras vidas. Diversos trabajos críticos han prestado atención a lo que Abramowski describió como «una inflación de lo emocional», que desde hace lustros afecta de un modo particularmente intenso a las prácticas educativas. Ecclestone y Hayes ya escribieron sobre la «terapización de la educación», e Illouz se ocupó de mostrar cómo el lenguaje y las técnicas terapéuticas habían impregnado múltiples esferas de lo social, dando lugar a lo que llamó el ethos terapéutico.
Una de las derivadas de este giro a la felicidad promulgado por la psicología positiva ha sido la aparición de la llamada «educación emocional», que ha ido desplegándose con fuerza en muchos sistemas educativos occidentales en las últimas décadas. Tal y como muestran diversos análisis, su capacidad de inmersión en las políticas educativas se debe a los puntos en común que el pensamiento positivo comparte con los valores neoliberales, para los que el individuo se alza como centro absoluto. Una de las características más relevantes de este giro es que neutraliza la importancia de los contextos y conflictos sociales a través de diversos dispositivos de comportamiento, entre los que destaca el de la «responsabilidad personal».
En este sentido, la educación emocional (también llamada educación positiva) se inserta en las lógicas narcisistas e introspectivas que promueve la autoconsciencia y la regulación emocional como vía para alcanzar la felicidad individual. Es decir, apela al conocimiento y a la clasificación de las emociones para poder regularlas de modo adecuado y sacarles un provecho positivo. La «autonomía emocional», la «empatía» y la «asertividad» aparecen de modo relevante en sus propuestas junto al «optimismo», la «resiliencia» o la «gratitud». Valores, todos ellos, característicos también del lenguaje empresarial y del emprendimiento, que se encauzan a través de discursos y técnicas como el «mindfulness», el «coaching» o la «autoayuda», y que forman parte de lo que se ha dado a llamar el «capitalismo afectivo».
La literatura infantil no ha escapado de este ethos tan característico de la contemporaneidad. En su artículo «Álbumes ilustrados y cambio de valores en el cambio de siglo», Teresa Colomer ya apuntaba que, en la primera década del siglo XXI, una tercera parte de los libros ilustrados «se dedicaban a explicar a los niños y niñas cómo son sus sentimientos y emociones […] con un énfasis notable en la educación sentimental y emotiva explícita». Han pasado trece años desde aquel artículo y la producción de libros centrados explícitamente en las emociones no ha dejado de crecer. Si escribimos en el buscador «libros infantiles» o nos atenemos a los productos más populares de plataformas como Amazon y de grandes librerías como el FNAC o La casa del Libro, enseguida nos daremos cuenta de que buena parte de ellos tratan sobre las emociones. Su capacidad de penetrar en muchas casas y su percepción como producto inocuo o «bueno» para las criaturas hace necesaria una reflexión.
Este artículo se centra en analizar formalmente algunas de las obras de literatura infantil emocional editadas recientemente y que se han convertido en algunas de más vendidas en los últimos quince años. La producción actual rebosa de cuentos de emociones para criaturas, pero el corpus principal de análisis son ocho best sellers (aunque se han leído muchos más y se hace referencia a algunos títulos más a lo largo del artículo). Las características formales de los títulos elegidos pueden rastrearse en muchas otras obras de literatura emocional infantil por eso son utilizadas como referencia. El propósito es llevar a cabo lecturas atentas y distanciadas que nos permitan trazar puntos de unión entre la llamada literatura infantil emocional y los postulados de la educación positiva, dejando en evidencia algunos aspectos de la ideología que transmiten.
El artículo entronca con los trabajos que el grupo de investigación en educación literaria GRETEL de la Universidad Autónoma de Barcelona —y en particular su directora durante años, Teresa Colomer— llevaron a cabo sobre la producción infantil contemporánea para tratar de caracterizarla, no solo a nivel formal, sino también a través de su recepción. En este caso, la propuesta se centra tan solo en el primero de los análisis y pretende con ello evidenciar los valores que se esconden entre líneas. Tiene como referente además de a Colomer, las reflexiones de Montes y las investigaciones de Nodelman, Kummerling-Meibauer, Nikolajeva o Allan sobre la representación del poder o de las infancias en los textos infantiles, así como de los cambios políticos e ideológicos que se manifiestan en sus páginas. La particularidad del presente texto (en relación sobre todo a la crítica especializada de literatura infantil escrita en español) es el hecho de centrarse no tanto en el análisis de las obras reconocidas por la crítica, sino en aquellas que demandan un mayor número de lectores no profesionales, es decir, las familias, uno de los más importantes compradores de literatura infantil en la actualidad.
UNA MIRADA ATRÁS PARA LLEGAR AL PRESENTE
La historia de la literatura infantil occidental está atravesada desde su mismo origen por un debate fundamental que se cuestiona sobre los criterios adecuados para valorarla. Opción 1: atenerse a principios de originalidad y a valores literarios y estéticos (que es lo que suele suceder en la literatura adulta). Opción 2: atenerse al aprendizaje moral que proporcionará a sus jóvenes lectores.
La máxima «educar deleitando», que trataría de conciliar una opción con la otra, aparece ya en el prólogo de los Cuentos de la madre Oca de Perrault, está en la base de la reescritura de las fábulas de La Fontaine, actúa como catalizador de algunas de las transformaciones que los Grimm llevan a cabo en la segunda versión de sus Cuentos del hogar (que ya están destinados directamente a un público infantil) y se convierte en el principal objetivo de la novedosa edición infantil surgida en el siglo XIX.
Pero lo cierto es que, a lo largo de los siglos, la relación entre ambos verbos (educar, deleitar) ha sido compleja y no del todo equilibrada. La mayor parte del tiempo, la balanza se desequilibra del lado de la «función educativa» de la literatura infantil y de reproducción de los valores culturales hegemónicos. Eso no impide que, de modo más o menos marginal, siempre haya existido un cierto espacio para obras donde prima la ambición literaria y estética, que ponen en cuestión a la llamada «madrastra pedagógica», y que nos ofrecen formas diversas de transgredir la idea de infancia predominante en cada momento, ensanchándola hacia los márgenes. Una literatura infantil que a Alison Lurie le gustaba llamar «subversiva» por su capacidad para apelar «al niño imaginativo, interrogante y rebelde que todos llevamos dentro».
Esa especie de vaivén entre educación y deleite da forma a una historia de la literatura y de la edición para la infancia un tanto cíclica, donde el peso de las enseñanzas morales aumenta o disminuye, ensanchando o limitando el espacio que queda para a obras en las que estas enseñanzas no aparecen de modo tan explícito. Este debate corre parejo una idea de infancia expresada en singular, que, desde diferentes disciplinas, homogeneiza a niños y niñas con existencias y circunstancias muy dispares. Como escribían Elena Masset y Maite Alvarado, «desde la ilustración la infancia ha sido pensada desde sus supuestas carencias, como si a partir de la leche materna, todo aquello que se les ofrece tuviera que ser necesariamente nutritivo [...] por eso, considerar al niño como receptor-recipiente resulta casi natural, ahistórico».
Semejante mirada sobre la infancia conlleva una concepción de la literatura infantil un tanto estrecha, como mera transmisora de valores, en detrimento de la exploración estética y social. Una literatura a la que se percibe en general —al igual que a sus destinatarios— como periférica, marginal y marginada.
En cuanto al tiempo presente, nunca antes se había escrito ni publicado tanta literatura infantil como ahora. Las editoriales especializadas se multiplican, y eso conlleva a su vez un aumento de las personas que se deciden a crear. Cada año, solo en España, se publican unos nueve mil títulos de literatura infantil y juvenil.
Esa gran producción pudiera parecer una oportunidad para atender a la diversidad y ofrecer obras muy variadas, tanto de obras que ponen el acento en «educar», como en «deleitar». Pero ¿es así?
LA SOBREPRODUCCIÓN COMO ENZIMA PARA LA HOMOGENEIZACIÓN
Lo cierto es que la sobreproducción está íntimamente ligada a la homogeneización. En su condición de editor, autor y ensayista, Bruel no se cansa de repetir que «el aumento irracional del número de libros nuevos obstaculiza el acceso a la diversidad de la oferta, conduce a una disminución continua de las tiradas medias y conlleva el empobrecimiento de quienes los crean». El resultado, al menos en España, que es el contexto del que partimos, es un mercado editorial que funciona a golpe de novedades y al ritmo impuesto por las grandes distribuidoras. Los libros se mantienen en las estanterías de las librerías apenas unos días o semanas, por lo que muchos de ellos gozan de una vida corta y quedan descatalogados pocos años después de la primera edición. Pocas son las editoriales que mantienen vivos todos los títulos de su catálogo. Muchas son las que editan por encima de sus posibilidades para atender a las imposiciones de distribución, y a la lógica de novedades, dejándose llevar por modas temáticas.
Todo ello nos aboca a un ecosistema de producción frágil, en el que arriesgarse tiene un coste demasiado alto. Y conlleva a su vez una homogeneización ideológica, donde la autocensura y las desigualdades de acceso a la cultura infantil por parte de niños y niñas de clases sociales distintas, tienen su peso. Las obras percibidas como difíciles, complejas, experimentales o ambiguas —es decir, las más alejadas de las modas y estereotipos— quedan escondidas en los espacios especializados y en lugares poco accesibles al público general. El resultado es que la literatura que llega al gran público es una literatura infantil de consenso, políticamente correcta, formada por obras aparentemente neutras y bien intencionadas.
Pero como escribe el propio Bruel: «La literatura infantil nunca es neutra: refleja puntos de vista y ofrece representaciones que, en distintos niveles de intención, conciencia e intensidad, están impregnadas de sustratos afectivos, ideológicos y estéticos».
En este mismo sentido, en el libro Narrativas literarias en educación infantil y primaria se asegura que es mucho más fácil detectar la ideología (creencias, estereotipos, tópicos y clichés) de las historias infantiles antiguas que de las actuales, pero que «la literatura infantil se halla inmersa, como cualquier otro tipo de texto, en la ideología de la sociedad que la produce» y «está repleta de valoraciones y mensajes más o menos intencionados y más o menos explícitos». No hemos de olvidar que los textos infantiles son agentes clave en la socialización y documentos históricos interesantes donde ir a buscar qué piensa una sociedad sobre sí misma y sobre los valores que quiere legar a las generaciones futuras. Y los postulados y valores del pensamiento positivo han conseguido incrustarse en el imaginario colectivo contemporáneo. La gestión de las emociones forma pues parte del discurso hegemónico y preponderante hoy en día.
Eso provoca un círculo vicioso del que es difícil escapar: el pensamiento positivo propone «valores deseables» —los «valores deseables» aparecen de forma recurrente en los libros destinados a la infancia— los prescriptores ofrecen a los niños libros donde aparecen los «valores deseables» que ellos estiman —los libros con esos «valores deseables» se venden con facilidad— las editoriales tienden a seguir los caminos abiertos por ese tipo de libro. Semejante círculo provoca que nos encontremos en un momento editorial muy marcado por la pedagogización de la literatura infantil, lo cual deja poco espacio a obras «disidentes».
HACIA UNA CARACTERIZACIÓN DE LOS LIBROS DE EMOCIONES INFANTILES
La producción actual de libros infantiles de emociones responde al patrón ya apuntado que concibe al pequeño como mero receptáculo de contenidos y que subraya la «función educativa» de la literatura infantil. En este sentido, sus puntos de partida no son originales ni novedosos. Lo que naturalmente cambia y sí resulta particular de nuestra época es el contenido de lo que quieren transmitir. Veamos cómo lo hacen.
Un mensaje claro: las emociones como elemento natural
El objetivo de los primeros libros infantiles de emociones, como El monstruo de colores de Anna Llenas, El emocionario de Cristina Núñez y Rafael Romero o El gran libro de los superpoderes de Susanna Isern y Rocío Bonilla, por poner solo tres ejemplos, tenían la finalidad de nombrar y definir las emociones para saber reconocerlas y ordenarlas. Esta forma de tratar las emociones partía de la voluntad de los adultos de «ayudar» y educar emocionalmente a los niños y estaba basada en la afirmación de que una buena educación emocional desde pequeños puede conducir a una felicidad plena, basada en la comprensión de las emociones que sienten.
Con el tiempo, ese reconocimiento ya no fue suficiente y evolucionó hacia formas más explícitas de pedagogización de la literatura, donde la regulación de las emociones se alzaba como eje central. De hecho, en el último lustro, la mayor parte de libros de emociones se plantean como cuentos con los que los y las pequeñas aprenden, sobre todo, a «gestionarlas»: «Puesto que estas aparecen de forma natural, natural es ayudarles a gestionarlas», apunta Saioa López, la autora de Éramos una vez... mi mamá y yo en una entrevista.
Esta evolución se percibe claramente leyendo los diferentes títulos de El monstruo de colores de Anna Llenas, después de su enorme acogida a nivel mundial. La reseña de la web de la última obra de Anna Llenas, El monstruo de colores. Doctor de emociones de la misma autora señala que «el nuevo título de la colección, que se ha convertido en una herramienta utilizada alrededor del mundo para trabajar la educación emocional, supone un paso adelante en el proceso de comprender nuestras emociones. Además de identificarlas y ponerles nombre, ahora con la ayuda del Monstruo de Colores y de Nuna nos enseñarán a regularlas».
Como afirman muchos de los trabajos críticos sobre el funcionamiento de la psicología positiva, uno de los pasos para conseguir la efectividad de su discurso es plantear las emociones como simples hechos naturales sobre los que los entramados socio-culturales no operan. Según la psicología positiva, los seres humanos somos naturalmente emocionales, y esas emociones se perciben y se viven del mismo modo en cualquier parte del planeta. Ahí tenemos el componente falaz de los libros de emociones, en su pretensión de ser libros neutros, sin ideología, sin conflicto, puesto que apelarían a hechos «naturales».
No obstante, la naturalización de las emociones resulta problemática, más teniendo en cuenta que estamos hablando de la infancia. La emoción en realidad sí forma parte de constructos socio-culturales. No se perciben, ni se sienten, ni se conciben igual en todas partes del planeta. Tal y como muestran los trabajos de Lutz, tradicionalmente en Occidente la emoción se concibe como algo apegado a un estado salvaje de la sociedad. La psicología positiva y los libros de emociones parten de una mirada eurocéntrica e imponen como natural la forma occidental de concebirlas y sentirlas. Esta conceptualización occidental típica de los libros infantiles de emociones corre pareja a la mirada que también en Occidente se tiene de la infancia, caracterizada durante siglos como ese estado presocial y precivilizado. Infancia y emoción/emoción e infancia como las dos caras de una moneda que hablan de todo aquello que en nuestra sociedad responde a un carácter físico, involuntario, irracional o incontrolable. Y que requiere ser educado.
La paradoja de estos libros (y de la educación emocional en general) surge del hecho de reivindicar las emociones como algo bueno y natural de los seres humanos, pero que al mismo tiempo requiere ser educado, más bien regulado, para alcanzar así la felicidad plena. Tal como afirman Bonhomme y Schöngut-Grollmus, esta educación tiene una «fuerte inclinación a intervenir en las formas de sentir de los estudiantes».
Veamos un ejemplo. En la guía que aparece en las guardas finales [sic] del libro Tengo un volcán de Míriam Tirado y Turu, destinada a las escuelas y las familias, la autora escribe: «Procurad distinguir entre emoción y comportamiento. La emoción es siempre válida, mientras que el comportamiento que se deriva no siempre lo es. Entonces es importante ayudar al pequeño a canalizar lo que siente de manera asertiva y positiva». Así pues, aunque dicha guía empieza exponiendo que todas las emociones son válidas y legítimas, lo que acaba proponiendo el libro no es tanto hacer consciente a la criatura de sus emociones, sino más bien enseñar a regular y normativizar cómo estas deben afectarnos y hasta qué punto.
Se supone que en los discursos emocionales la razón ocupa un segundo plano, pues todo el protagonismo recae en las emociones, que habrían sido negadas y relegadas en el pasado. No obstante, vemos que, en realidad, lo que aquí se impone es la razón (y una razón siempre la enuncia alguien, nunca es neutra). Además, esto tiene lugar bajo la forma de unos cuentos puestos al servicio del verbo «gestionar», de filiación racional y empresarial, y claramente adultocéntrico.
El mensaje que se le manda al pequeño es claro: puedes sentir rabia, pero debes aprender a autorregularte y parar antes de explotar, si quieres que todo fluya. En consecuencia, el sujeto emocional (ese niño al que aparentemente tan solo acompañamos de manera neutra) deja de serlo porque se ejerce un control sobre sus emociones (y sobre los pequeños) que proviene de la gestión «razonable» de estas, entendiendo siempre por razonable la mirada adulta sobre el mundo.
Sobre el tipo de conflictos, valores y buenismo
Uno de los aspectos más relevantes de estas obras es el tipo de conflicto que plantean. Tanto en El monstruo de colores. Doctor de emociones de Anna Llenas, como en Tengo un volcán de Míriam Tirado y Turu, Nos tratamos bien de Lucía Serrano o De mayor quiero ser feliz de Anna Morató y Eva Rami, los problemas personales se tratan como problemas individuales, nunca colectivos. El encuentro o desencuentro con los otros ya no es relevante. Lo importante es conocerse a uno mismo. Lo que realmente importa es la capacidad de adaptación personal, los modos individuales de enfrentarse a los problemas.
Esta línea de pensamiento elude los contextos estructuralmente desiguales (por razones de género, de clase social y de origen nacional o étnico), así como las situaciones históricas particulares de los colectivos, en aras de una sobreprotección basada en el consenso y en el poder de uno mismo.
Así, muchos de estos libros, actuando en pos del positivismo y de una pretendida «integración» de los colectivos minorizados y excluidos, optan por no problematizar el contexto que hace posible la exclusión, sino por la estética benettoniana, y muestra a personajes de esos colectivos (discapacitados, personas racializadas, personas LGTBQ+, personas con problemas de peso, etc.) para hacer check a la diversidad. Es lo que sucede en Nos tratamos bien de Lucía Serrano o en C de consentimiento, un libro para primera infancia de Eleanor Morrinson, por poner un ejemplo diferente a los del corpus de partida. Jorge Freire (en La banalidad del bien, citando a David Cerdá) define esta actitud como una especie de superioridad moral que se propone como un baúl rebosante de valores que su poseedor abre para deslumbrar al prójimo. Una sofisticación de la moral que, siguiendo al filósofo, pone el énfasis en la palabra y trivializa la acción, convirtiendo lo que un día fueron las virtudes en ese buenismo vacío actual que rellena las páginas de los libros infantiles y de nuestras vidas.
Este giro a lo individual, hacia la felicidad personal, deja fuera de plano la conflictualidad social, y hace inviable cualquier tipo de lucha por los derechos colectivos. Lo importante es el optimismo, la resiliencia, la conciencia emocional, la empatía, las emociones. Palabras todas ellas al servicio de la ética neoliberal, que concibe a los individuos como «seres libres, estratégicos, responsables y autónomos, capaces de gobernar sus deseos y estados psicológicos con el fin de realizar su propia felicidad». Muchos de los libros de las emociones se componen de relatos destinados a trabajarlas una por una; un concepto, un «talento», una emoción diferente en cada relato. Es el caso, por poner dos ejemplos, de De mayor quiero ser feliz de Anna Morató y Eva Rami y El gran libro de los superpoderes de Susanna Isern y Rocío Bonilla.
Uso del lenguaje en los cuentos de emociones
El lenguaje con el que se articula una obra es uno de los elementos más explícitos a la hora de analizar el discurso subyacente. Los libros de emociones recurren a la jerga psicológica y a los discursos y prácticas características del pensamiento positivo, como: la meditación, el coaching o el mindfulness. Veamos dos ejemplos: en el primero, Tengo un volcán de Míriam Tirado y Turu, la trama gira alrededor de aprender a controlar los momentos de rabia a través de la respiración y la consciencia de uno mismo. En el segundo, De mayor quiero ser feliz de Anna Morató, el autoconocimiento está en la base de todos los cuentos. De hecho, este libro parece un catálogo de frases de psicología positiva: «Tenemos que ser felices con lo que en cada momento podemos conseguir», «Cuando estás bien contigo mismo, sabes que puedes cumplir tus sueños», «No esperes que cambie nada de exterior para poder ser feliz», «Todos tenemos un diamante muy especial dentro de nosotros». Lo mismo sucede en Éramos una vez... mi mamá y yo de Saioa López y Eva Rami. Veamos algunas de las frases de este libro: «Tú puedes», «Inténtalo», «Sé fuerte», «No es tan grave como parece». Esta retórica es una constante en toda la literatura infantil emocional. La idea subyacente es siempre la misma: responsabilizar exclusivamente al individuo de lo bueno y lo malo que le sucede, olvidar que todos vivimos en sociedades, donde el ejercicio de esa «resiliencia» o de esa «consciencia de uno mismo» nunca es equitativamente posible.
Se trata de un lenguaje propio de la autoayuda, que convierte los libros infantiles de emociones en una especie de vademécums farmacéuticos que ofrecen herramientas para su expresión normativa. Marina Colassanti, en un texto sobre Pinocho, escribía: «Collodi sabía bien por experiencia que la desobediencia es la forma básica de rebeldía de la pobreza, y que la moral y las buenas costumbres son de base una herramienta de control social». Hoy, en los conceptos de la educación emocional, la moral ha mutado. Pero su uso coercitivo sigue siendo el mismo.
El exemplum religioso como molde
La historia de la literatura da buena cuenta de cómo la ficción se ha utilizado desde antiguo con propósitos pedagógicos. Los cuentos didácticos, los exempla de los sermones, las parábolas o las fábulas son solo algunos de los subgéneros que más han jugado con el binomio «educar deleitando». A lo largo de los siglos, su propósito didáctico y sus formas narrativas sencillas los han llevado a formar parte de los corpus destinados a las infancias. Así mismo, los han convertido en los moldes a partir de los que crear historias infantiles. Las fábulas o las parábolas han ido transformándose, jugando en mayor o menor grado con el lenguaje figurado, las metáforas o la ambivalencia. Aun teniendo presentes las fábulas, los libros de emociones se apoyan en mayor medida en el exemplum religioso.
Entendemos el exemplum religioso como una pequeña narración inserta en un sermón más amplio, cuya finalidad consiste en «ilustrar, aligerar y mantener la tensión del discurso». Los exemplum giraban alrededor de un tema central que estructuraba el relato, con el fin de que «los oyentes encontrasen un reflejo instructivo de su vida cotidiana». Se utilizaban para «catequizar a los espíritus sencillos». La eficacia del mensaje así expresado tiene que ver con su capacidad para comunicar de forma sencilla a un público no alfabetizado una serie de ideas referentes a la moral y al buen comportamiento (religioso). Los exemplum se utilizaban para aclarar aquella parte del sermón que no debía pasarse por alto. No funcionaban de forma autónoma. Su finalidad última era impartir una enseñanza y convencer sobre su pertinencia.
El punto de partida y el funcionamiento de muchos de los cuentos emocionales infantiles es el mismo que el de los exemplum: concebir el cuento como instrumento privilegiado para la comunicación de ideas de forma sencilla, amena y eficaz y usarlo como ejemplo con poder aclaratorio (y de convicción) de un discurso más amplio que se inserta en todas las esferas de la vida. Un modo de hacer accesible a los «espíritus sencillos», ahora la infancia, elementos centrales de ese sermón positivo más amplio y que pretende, como lo pretendía el pensamiento religioso, una neutralidad de sus contenidos avalada tan solo por el consenso de la hegemonía cultural. De ahí su carácter instructivo, tanto en el sentido de la acción de instruir, como en el de conjunto de reglas o advertencias para algún fin.
Sentimentalismo y falsos libros de literatura infantil
Ruth Krauss fue una de las autoras más interesantes del siglo pasado, y también una de las más desconocidas en España. Krauss definió los buenos libros infantiles como un lugar seguro o un reino propio para que las criaturas deambulen, se pierdan y encuentren peligros, algunos tan aterradores como la aspiración a crecer. Influenciado por Krauss, Maurice Sendak asumió como punto de partida de sus obras «la terrible vulnerabilidad de la infancia (en un mundo hecho a medida adulta) y su lucha por convertirse en reyes de todas las cosas salvajes». Barbara Bader nos cuenta como ambos, junto a su editora Ursula Nordstrom aborrecían a los adultos y los libros que tendían a sentimentalizar la infancia y a utilizar la literatura de manera sobreprotectora. El resultado de la confluencia de estas tres personalidades fue toda una serie de libros arriesgados, donde el juego con los lenguajes deja espacio a las criaturas para componer sus posibles sentidos.
Nordstrom lo llamó, apelando a su catálogo editorial: «libros buenos para niños malos».
Este ejemplo de la historia de la literatura infantil funciona como contrapunto de lo que sucede en la actualidad con los libros de emociones. Siguiendo con la idea de Nordstrom, podríamos definirlos como libros malos (literariamente hablando) para niños buenos (hablando de comportamiento). Los instrumentos fundamentales que les sirven para tales propósitos son: la sentimentalización, la estereotipación y sobreprotección de la infancia. Su resultado: obras con una relación muy discreta con algún tipo de calidad literaria. Una de las características más interesantes de la obra literaria proviene de la teoría de la recepción, que la define como una obra abierta, en la que los silencios, las ambigüedades y otros usos deliberadamente juguetones del lenguaje dificultan los automatismos de la comprensión y otorgan un espacio de libertad al lector, que debe construir sentidos más allá de lo que las palabras dicen.
Los libros analizados para la redacción de este artículo utilizan un lenguaje plano y renuncian a los dobles sentidos, a la fragmentariedad o a cualquier otra experimentación con el lenguaje, en pos de una comprensión literal y simple del texto. El escaso valor literario que ello propicia, hace que los cuentos de emociones tienen una única lectura, y esta se agota de inmediato. Y es que su máxima no es la imaginación, la búsqueda, la aventura, sino la guía, la instrucción, lo correcto. No demandan una lectura estética, en la que está permitido perderse, tan solo piden una lectura eferente.
El único artificio que se permiten es el uso de metáforas facilonas y sentimentales. Veamos algunos ejemplos: un diamante interior para hablar de nuestro valor, en De mayor quiero ser feliz; un volcán interno para hablar de la rabia, en Tengo un volcán; el uso de colores para diferenciar emociones, en El monstruo de colores. Semejante alarde estilístico sirve para lanzar arengas sobre la superación personal, la autoafirmación, la resiliencia o la constatación de que somos diferentes. Se trata de metáforas que no dejan lugar a duda, y refuerzan la autoridad de la voz narrativa; una voz narrativa adulta que se quiere y se expresa de forma complaciente, puesto que el destinatario es una infancia a la que no considera competente para construir sentidos más allá de la literalidad.
Desaparición de estrategias narrativas clásicas de la literatura infantil: el humor y la fantasía
Dicha complacencia y sobreprotección borran de las páginas de este tipo de libros (y de muchas otras obras infantiles actuales, por contaminación) algunas de las estrategias que Teresa Colomer enuncia como básicas en la historia de la literatura infantil: la desdramatización de los conflictos a través del humor, y la imaginación creativa de la fantasía.
En la cultura de la educación emocional y en su lógica de la racionalización no hay lugar ni para una ni para la otra. Más bien al revés, no se trata de desdramatizar, sino de dramatizar la subjetividad para luego ofrecer respuestas. Esto conlleva un tono que acostumbra a ser grave, y unas historias que tienden a sentimentalizar deliberadamente los conflictos.
Una de las tramas más recurrentes de estos libros es aquella que lleva a un personaje infantil a aceptarse «tal y como es», a pesar de la inicial incomprensión de los demás. A la aceptación se llega indefectiblemente por el camino de la comprensión, gracias a las palabras de un adulto que ilumina a la criatura y propicia su autoafirmación. Los huérfanos, por ejemplo, tan importantes en la tradición infantil por todo lo que simbolizan sobre el encontrarse fuera de lugar o sin un lugar concreto que ocupar (que es una metáfora que apela tanto a la infancia como a la adolescencia), aparecen tan solo ahora si han sido adoptados por familias preocupadas y tolerantes y sus tramas complacientes, lejos de llevarnos a la Villa Villekulla de Pipi, nos hablan de la importancia de «aceptarlos», aunque «sean diferentes».
El humor y el uso de la fantasía, precisamente por su capacidad para desacralizar la realidad o para atravesarla de lógicas inverosímiles, situaciones imposibles y posiciones de poder inconcebibles, quedan eliminados de la ecuación para entronizar la sentimentalización de una infancia que debe ser protegida hasta de sí misma.
Sucedáneo de realismo, narradores autoritarios y personajes débiles
En gran medida, la forma escogida para contar la historia, en el caso de estos libros de emociones es un sucedáneo del realismo. Se puede definir brevemente el realismo como un género narrativo que se propone relatar peripecias que muy bien podrían suceder en nuestro mundo; y que se interesa en explorar el complejo mundo interior de los protagonistas, ya sea desde un tono humorístico o más o menos grave.
¿Por qué sucedáneo de realismo? Los cuentos de emociones construyen sus tramas en decorados realistas, con personajes humanos (salvo algunas excepciones) y conflictos cotidianos, cierto. Pero olvidan nada menos que la complejidad del mundo interior infantil. Parecería que, tratándose de literatura de emociones, deberíamos hallarnos ante lo que Nikolajeva definió como «narrativas infantiles orientadas a los personajes», que son aquellas en que el aspecto psicológico resulta más relevante que los acontecimientos. Pero no es así en absoluto. Resulta paradójico, pero en los cuentos de emociones conocemos muy poco el mundo interior de los protagonistas.
Normalmente se trata de narradores externos (en tercera persona) que se adecúan a la voz de un adulto, o a la voz de un adulto que se hace pasar por niño. Las historias privilegian un solo discurso y lo enuncian sin ambigüedades ni titubeos. Las voces infantiles permanecen subordinadas y solo aparecen en unos diálogos pretendidamente mayéuticos, en los que las criaturas se muestran dubitativas y los adultos ofrecen respuestas. Todo ello conduce a un tipo de final indefectiblemente positivo por asunción: la criatura entiende el mensaje, lo asume como propio, y se presta a obedecer.
El resultado es una proyección del mundo restringida que, siguiendo a Allan, se utiliza como estrategia para promover una postura interpretativa dominante, y para reforzar las ideologías de los discursos dominantes. Dicha autoridad se relaciona no solo con la voz narrativa, sino también con el rol que ejercen los personajes dentro del relato. El narrador es siempre una voz adulta, mientras que la acción de la trama se centra siempre en problemas y personajes infantiles que deben resolver algún conflicto interno.
Ambos aspectos apuntalan dentro de los textos la posición desigual y asimétrica que adultos y criaturas ocupan fuera de ellos, legitimando así la mirada hegemónica, y borrando cualquier atisbo de potencialidad subversiva que pueda tener la literatura como creadora de otros mundos posibles. Lo cual resulta muy relevante si tenemos en cuenta la importancia de la función educativa de la literatura infantil y lo que nos recordaba Lerer a través de la voz del filósofo Amrx Wartofsky «los niños son o acaban siendo lo que otros los inducen a ser, y lo que ellos mismos acaban asumiendo que son, en el curso de su comunicación social y su interacción con los demás».
Ilustraciones planas y autoras complacientes
Hasta ahora solo hemos hablado de los textos, pero estas obras suelen estar ilustradas porque su destinatario acostumbra a tener entre 2 y 10 años, y el mercado actual es profuso en obras ilustradas para estas edades.
En realidad, hay poco que decir de las ilustraciones. El relato visual que proponen es análogo al textual: plano, no aporta nada a lo que dicen las palabras. Se usa para apuntalar el texto a través de la expresión corporal y facial de los personajes. Una función del todo alejada de lo artístico, consistente en aclarar, en simplificar (más si cabe) las emociones que atraviesan a los personajes, en marcar los diferentes momentos de la trama para potenciar la supuesta identificación de la criatura con el personaje y facilitarles el camino para que no se pierda.
Si leemos las ilustraciones de los títulos hasta ahora citados, nos daremos cuenta de que la experimentación con los lenguajes artísticos y las técnicas no es una de sus características. Gran parte de los cuentos de emociones ofrecen ilustraciones que parecen sacadas de un banco de imágenes, sin ningún tipo de personalidad artística. Eso es muy evidente en las obras ilustradas por Eva Rami. Una ilustración despersonalizada con una función muy concreta: que el modelo sea reconocible, deseable y consumible. Si entramos en su web, veremos que además utiliza el mismo tipo de imagen para sus cuentos infantiles y para la creación de marca de producto.
Seguramente, la exploración más «atrevida» fue la de usar el collage para hablar del batiburrillo de emociones que el pobre personaje debía ordenar como se ordenan los números. Me refiero a El monstruo de colores de Anna Llenas. Pero los elementos más recurrentes en este tipo de historias son: dibujo de línea clara, personajes estereotipados, escenarios esquemáticos de colores brillantes y páginas satinadas. Como decía María Teresa Andruetto:
Para gustarle a «todo el mundo» hay que renunciar a cierta zona de particularidad y la literatura —el arte en general— es el reino de lo particular [...]. Las buenas obras, por lo menos en sus comienzos, circulan de un modo más restringido y secreto porque no responden al único juego de la oferta y la demanda.
Los cuentos de emociones se alejan del reino de lo particular para ofrecer productos de consumo rápido y fácil.
En parte, la estereotipación de las ilustraciones también está relacionada con el tipo de creadoras que trabaja en estos libros (son mayoritariamente mujeres). Provenientes del mundo del marketing o del coaching, muchas de ellas se describen a sí mismas ante todo como madres, cuya voluntad es la de educar emocionalmente a sus criaturas. Así, conciben sus obras como se concibe un mensaje publicitario, que debe comunicarse de forma eficaz. Y eso provoca un tipo de lenguaje textual y visual muy concreto, alejado de cualquier tipo de exploración artística.
Cierto es que una gran parte de la historia reciente de la literatura infantil es obra de padres y madres que estaban pensando en su parentela. Pero existen dos diferencias entre esos casos (muchos y muchas de ellas marcaron la historia de la literatura infantil occidental moderna) y las autoras de los libros de emociones actuales, dos diferencias básicas: el conocimiento de la tradición de la literatura infantil, y una voluntad de exploración estética. Nada tienen que ver las experimentaciones artísticas y la mirada atenta a las infancias de un Bruno Munari o de una Iela Mari con la producción de libros de emociones actuales, centrada además en problemáticas adultas. La mayor parte de estas autoras más allá de desconocer la historia de los libros infantiles, no buscan, con sus obras, explorar caminos creativos poco transitados, sino más bien todo lo contrario: ser eficaces a la hora de lanzar su mensaje.
CONCLUSIÓN
Este análisis da buena cuenta de algunos aspectos que parecen relevantes sobre los libros de emociones:
1) Que no se trata de libros neutros y sin ideología. Más bien todo lo contrario, puesto que sus estrategias tratan de elaborar un discurso unívoco que sencillamente trasvasa las posiciones de poder existentes fuera de los textos al interior de los textos literarios, lo cual acerca este tipo de libros a los viejos manuales de doctrina.
2) La calidad literaria de los libros es sumamente discreta, los textos suelen ser muy planos, pues no se prestan al juego literario, sino que buscan erigirse en guía, y eso le ciega al lector un espacio propio en que jugar con interpretaciones personales. Lo cual constituye toda una paradoja. Con lo importante que es el personalismo para el pensamiento positivo, los libros sobre emociones no permiten en ningún grado la interpretación personal, limitándose a exponer las interpretaciones validadas por los adultos.
3) Que no se trata de libros para niños y niñas. Su insistencia en transmitir un mensaje claro introduce un nuevo interrogante que me parece interesante: Semejante voluntad instructiva y normativizadora de las emociones, ejecutada de modo absolutamente adultocéntrico ¿De verdad se dirige a los y las pequeñas, o su auténtico receptor implícito son los adultos? De ser así, ¿tendría sentido referirse a ellos como libros infantiles? La respuesta, desde mi punto de vista, es clara: ni neutros, ni literarios, ni infantiles.
Lo que resulta más problemático de todo esto es que la ideología neoliberal del pensamiento positivo no afecta solo a aquellos títulos que se ocupan de manera explícita del «trabajo de las emociones», como los que hemos citado a lo largo del artículo, sino que el peso de sus postulados y de los de la educación emocional ha impregnado de modos diversos y más o menos sutiles, aunque firmes, la mayoría de catálogos editoriales infantiles, infiltrándose también en una gran cantidad de títulos con una intención estética aparentemente mayor. Alejarse de los mensajes y las maneras de hacer de este tipo de historias resulta cada vez más complejo. Pero esa es otra historia...