octubre 10, 2025

Lectores masivos en la era en la que supusimos equivocadamente que los libros en papel habían dejado de tener interés para los jóvenes


Remedios Sánchez García y Pablo Aparicio Durán
«Los hijos de instagram. Marketing editorial. Poesía y construcción de nuevos lectores en la era digital»

Contextos Educativos, n.º 25 (2020); número monográfico: «Formación lectora en el mundo digital: LIJ, redes y entornos virtuales».

Contextos Educativos. Revista de Educación | Universidad de La Rioja | Logroño | ESPAÑA

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Imagen referencial. En El Día de Córdoba, foto de Juan Manuel Ayala.


RESUMEN

Con la incorporación de las nuevas tecnologías en la sociedad 2.0 venimos asistiendo a la construcción de un nuevo modelo de escritor que responde a las características de la era digital que se desarrolla en torno a las redes sociales y que confronta con el modelo tradicional de escritor/lector. En el presente artículo se analiza de qué forma ha afectado al discurso la eclosión de esas redes sociales (fundamentalmente Twitter e Instagram) como medio de promoción y divulgación de esta nueva literatura, construida por jóvenes prioritariamente para jóvenes; también de qué manera el marketing editorial ha auspiciado, al margen de la crítica literaria y de la previsible evolución del canon establecido, la ampliación del mercado de lo hasta ahora considerado poético para nuevos lectores, integrantes todos ellos de la llamada Generación Millennial (es decir: la conformada por los nacidos a partir de 1982), que siguen con fervor a un perfil de autor cuyas obras se priorizan en la sección de poesía de librerías y suplementos literarios, pero que no responden en absoluto a las previsiones de los estudiosos del género ni a las normas de la tradición, creando una polémica sobre qué es/qué no es poesía en el siglo XXI.

Palabras clave: Generación Millennial, poesía joven, redes sociales, discurso literario, siglo XXI.



INTRODUCCIÓN NECESARIA. EL DISCURSO POLIÉDRICO DE LA GENERACIÓN MILLENNIAL

Conforme avanza el siglo XXI venimos asistiendo a la construcción y desarrollo de un nuevo discurso que responde a la realidad de la denominada «Generación Millennial», que es aquella conformada por los autores nacidos a partir de 1982. Avisaba ya Bauman (2005) de que, en los últimos años, la sociedad ha evolucionado hacia una ruptura cada vez más notoria con las estructuras sociales establecidas en tiempos anteriores y eso, naturalmente, tenía que afectar a lo literario, toda vez que la literatura es un producto ideológico de la sociedad en que se produce (J. C. Rodríguez, 2002). En esa misma línea escribe Scarano que la literatura no funciona de manera autónoma:

La obra literaria es ante todo un texto de cultura, que ha dejado de lado sus aspiraciones totalizadoras, al tiempo que habilita con fuerza una directriz anclada en el fragmento de vida, en la particularidad de la experiencia, en la reivindicación de lo íntimo, como ventanas desde donde auscultar el pulso de lo social. Se trata de una matriz epistémica y discursiva que propongo denominar «poéticas de lo menor» [...] una «literatura menor» se caracterizaría por la desterritorialización de la lengua, la articulación de lo individual en lo político y la reformulación de los lugares de enunciación, como posiciones móviles (Scarano, 2014: 103).


Especialmente desde 2015, coincidimos con Chiappe en que, «con la pantalla como máquina de confinamiento de texto y arte, la creación literaria evoluciona bajo una influencia que rompe la tradición impuesta por el libro códice e, incluso, por la tradición oral, de manera brusca y rápida: se genera una nueva sintaxis» (Chiappe, 2010: s/p). Ahora bien, ¿esto es aplicable a toda la poesía joven que se escribe en España? O más claramente, ¿estamos ante una generación que —en lo poético— se mueve de manera homogénea y atendiendo a parámetros estéticos, culturales e ideológicos unitarios? Este es el problema que aborda este estudio.

En nuestra opinión, que iremos desgranado conforme avance la argumentación, no. Grosso modo, encontramos dentro de los millennials como generación sociológica, al menos dos planteamientos bien diferenciados, que responden a dos maneras disímiles de entender el hecho literario y su proceso de construcción estilístico-discursiva, sobre cuya base y características aún no existe una fundamentación epistemológica clara y sobre la que procede ir arrojando algo de necesaria luz. Entre otras razones porque el estudiantado de entre 16 y 24 años los sigue y los lee con un entusiasmo no visto en los últimos treinta años, rompiendo las dinámicas y los modelos de lectura asociados a la tradición.



LA POESÍA Y LA GENERACIÓN MILLENNIAL (ENTRE EL MERCADO Y EL MARKETING)

El punto de partida implica definir qué es y quiénes conforman eso que se ha venido a llamar desde un punto de vista sociológico, Generación Millennial, cuya cronología de nacimiento establecen diversos autores entre 1980 y 2000 aproximadamente (Strauss y Howe o Carlson, por ejemplo, se ha ocupado de la delimitación temporal). Consideramos que la mejor aproximación es la de Prensky, quien ha escrito que la integran los nacidos entre 1982 y 1994 y, quienes la conforman:

Constituyen la primera generación formada en los nuevos avances tecnológicos, a los que se han acostumbrado por inmersión al encontrarse, desde siempre, rodeados de ordenadores, vídeos y videojuegos, música digital, telefonía móvil y otros entretenimientos y herramientas afines. En detrimento de la lectura (en la que han invertido menos de 5.000 h.), han dedicado, en cambio, 10.000 h. a los videojuegos y 20.000 h. a la televisión, por lo cual no es exagerado considerar que la mensajería inmediata, el teléfono móvil, Internet, el correo electrónico, los juegos de ordenador... son inseparables de sus vidas (2001: 1).


Con estas características sociológicas, diferentes críticos e investigadores vaticinaron que los géneros literarios que no respondieron nunca al interés masivo del público (poesía y teatro, especialmente) tenían un futuro bastante poco alentador, pero sucedió lo imprevisto: las ventas de libros incluidos en la sección de poesía de las librerías y las grandes superficies se disparó exponencialmente. La razón fue que los jóvenes que querían iniciarse en las lides de la creación lírica empezaron a utilizar su canal habitual de comunicación: Internet. Primero fueron blogs rudimentarios, luego más elaborados, en los que colgaban sus poemas iniciáticos.

A propósito de esto, Djamasbi, Siegel, y Tullis ya habían avanzado que «es una de las primeras generaciones que tienen la tecnología y el Internet desde una edad muy temprana —ellos son significativamente más propensos que los usuarios mayores de Internet para crear blogs, descargar música, enviar mensajes instantáneos, y jugar juegos en línea» (2010: 309).

Después vinieron Twitter, los canales de YouTube y la principal red de proyección que ha convertido a muchos (y muchas) en una suerte de líderes de masas capaces de marcar con una imagen el modo de proceder (de comprar o de pensar) de miles de personas: Instagram. Como ha escrito Sánchez García:

La cuestión es que se convirtieron rápidamente en lo que se denomina un /una influencer, alguien que es admirado e imitado hasta límites que sólo se aplicaban hasta ahora a cantantes, actores o asimilados. Y ahí es cuando estalla la realidad en la cara del establishment: cuando estos jóvenes buscan ocupar un espacio en el hasta ese momento reducidísimo ámbito poético (2018: 73).


Esta realidad empezó a poner nerviosos a los dueños del «capital cultural», a aquellos «poseedores de la nobleza cultural» de la que hablaba Bourdieu (1998: 23), que habían venido marcando lo que había o no que leer y a qué edades; pero sucede que, en el siglo XXI, la autoridad de la crítica estaba ya muy mermada, entre otras razones porque en demasiados momentos se había orientado más por gustos particulares, por filias y por fobias, que por parámetros académicos solventes, tal y como ha aclarado Sánchez García (2018b).

Por esta razón, las opiniones vertidas en los suplementos sobre el nuevo fenómeno, fundamentadas en aquello que decía Pozuelo Yvancos (1996: 3) de que sobra ira y falta estudio, no produjeron más allá de un leve rasguño en la piel de elefante de eso que llamamos mercado que se dio cuenta rápidamente —y mucho antes que los estudiosos— de que estaba ante un nuevo filón. Lectores noveles de esta sociedad 2.0, con una formación lecto-literaria muy limitada y poco interés en la literatura canónica (seguramente porque no se ha sabido transmitir a los docentes que trabajan con este rango de edad), demandaban un producto literario que les resultase comprensible desde el punto de vista lingüístico (estructuras simples: sujeto, verbo y un complemento con un nivel de riqueza léxica francamente escaso, como ya demostró F. J. Sánchez, 2018) y que respondiese a sus intereses y emociones. Es decir, todo directo y muy simplificado.

Y esas eran exactamente las características de los escritores surgidos de las redes: jóvenes de su misma generación (con pocas excepciones, entre las que cabe citar al cantautor Marwan, autor superventas para estos lectores), que reflejaban en sus textos las preocupaciones y esa «nueva sentimentalidad» de su promoción utilizando un discurso simplificado, directo, sin ningún tipo de preocupación estilística arquitectónica en la construcción poemática, por decirlo de alguna manera. La empatía entre autores y lectores fue inmediata. Y la subida exponencial de las ventas, también.

Porque el mercado sí estuvo ojo avizor a lo que estaba sucediendo e, inmediatamente, «fichó» a los escritores con mayor número de seguidores para sus editoriales, creando, incluso, colecciones ex profeso. Espasa, Penguin-Random House o Planeta, quisieron su parte de esta nueva tarta económica en torno a la literatura y no les costó demasiado esfuerzo elegir. La selección natural ya se la habían hecho las propias redes con los likes (a más likes, más difusión y más posibilidades de que la editorial la escogiera para el libro en papel) de los usuarios/futuros compradores del producto. Fundamentalmente, Instagram. La periodista Lorena G. Maldonado así lo confirmó en una entrevista a varios editores:

Que una comunidad fuerte siga a un escritor refuerza las posibilidades de venta del libro [...] López Celada explica que Planeta es una «editorial comercial» que busca «un público amplio», por lo que «debemos estar pendientes de qué le gusta a la gente». María Fasce, directora literaria de Alfaguara (Penguin-Random House), va más allá y asegura que tener en cuenta los seguidores de un autor también es «básico para el mensaje con el que se presenta el libro»: «Esta era digital permite afilar, segmentar al máximo al destinatario final», reflexiona. [...] «Las editoriales dan absoluta importancia al número de seguidores. Una cuenta popular y bien llevada, es decir, que mantenga coherencia con el perfil que el autor quiere vender, es un arma imparable» (Maldonado, 2016: s/p).


Para aclararnos: el mercado y el marketing se dieron la mano para dar un vuelco a «la tabla de valores» (Bourdieu, 1998: 165). Ese fue el momento en que se produjo el punto de inflexión: crítica literaria y autores jóvenes que se sentían los herederos de la tradición, que la habían estudiado para formarse y desarrollar su trayectoria poética (por lo que se consideraban los sucesores legítimos —y legitimados—) empezaron a ver cómo eran desplazados de su lugar porque, como escribiera Rodríguez Gaona: «el estar dentro de este circuito consolidado es lo único que en el presente concede un estatus poético» (2010: 86). Y el circuito estaba ya roto.

En ese preciso instante, parafraseando a Gil de Biedma, se dieron cuenta de que la vida iba en serio y, por lo tanto, el mercado, también, en su apuesta por autores que desarrollaban unas obras con las que rompían el modelo canonizador y que se habían creado al margen de los parámetros usuales: lectura comprensiva de la tradición para la apropiación del discurso heredado, conformación de un estilo propio reformulando lo aprehendido, escritura del poemario (no menos de dos años de escribir, romper y reescribir), envío a la editorial para su valoración y a esperar una respuesta que casi nunca era afirmativa.

Es decir, que las dificultades de los jóvenes para publicar hasta ese momento eran evidentes, pero llegaron los que nosotros denominamos «hijos de Instagram» y, sin seguir el proceso natural de escritura, ni siquiera tenían que llamar a la puerta de esas mismas editoriales. Eran estas las que los buscaban. Así lo expresó Álvarez Miguel, explicando lo que muchos otros poetas al «canónico modo» (permítasenos el sintagma por lo clarificador de la expresión) no se atrevían a decir salvo en petit comité: «Lo que de verdad me importa valorar es lo que ocurre alrededor de todo este fenómeno. Por ejemplo, ¿en qué posición les deja esto al resto de poetas jóvenes?» (2017: s/p). Efectivamente: ¿en qué situación quedaban los jóvenes autores que empezaban a escribir su obra bajo el influjo de la tradición reactualizada a su momento, pero, al fin y al cabo, de una tradición que tiene unas normas, un formato y una disciplina de trabajo? Porque ya las editoriales grandes, en las que estos otros jóvenes también quieren publicar, no se iban a conformar con que se vendieran 300 o 500 ejemplares, que hasta no hace mucho era lo habitual en los poemarios.

Si exceptuamos a García Montero, Karmelo Iribarren, Benjamín Prado o Joaquín Sabina cuyas obras suscitan in interés mucho mayor. En el caso de Sabina, bien entendido que lo que él desarrolla es un género híbrido entre la poesía y la canción de autor, con lo que, raramente, se le ha tomado por un intruso por escribir sus sonetos Ciento volando de catorce. Seguramente al de Úbeda se le acepta atendiendo a algo que ya aclaró Bajtín:

En la afición especificadora se menospreciaron los problemas de relación y dependencia mutua entre diversas zonas de la cultura, se olvidó que las fronteras entre estas zonas no son absolutas, que en diferentes épocas estas fronteras se habían trazado de maneras diversas, no se tomó en cuenta el hecho de que la vida más intensa y productiva de la cultura se da sobre los límites de diversas zonas suyas, y no donde y cuando estas zonas se encierran en su especificidad (1989: 347).


Ni Sabina en su generación, ni Marwan, por poner un ejemplo de la nueva, afectaban directamente a la concepción de lo poético porque se les consideraba más en la línea de diversificaciones de la creatividad que se insertan en la periferia de lo literario. Los que sí preocupaban (y preocupan) son Luna Miguel, Elvira Sastre, Loreto Sesma, Patricia Benito o —salvando las evidentes distancias— Irene X, ganadora del Premio Espasa de Poesía, entre otros.

El problema se halla por tanto en el núcleo, donde, por mor de los intereses del mercado, confrontan los jóvenes que forman parte de la poesía heredera de la tradición con los hijos de Instagram surgidos al calor de las redes, porque en ese eje vertebrador se concentran autores muy diversos buscando su hueco que sigue siendo restringido. El nicho de lectores, aunque ampliado, tampoco es tan grande como el de la novela (que tiene el 90,2 % de la facturación de libros de literatura vendidos, según el Informe de Comercio Interior del Libro en España, 2018: 71), salvo en contadas excepciones. Es en ese núcleo donde se produce el epicentro del terremoto con dos estéticas teóricamente enfrentadas que se pretenden analizar desde una perspectiva única. Como si ambos grupos estuvieran haciendo lo mismo y los receptores de sus escritos respondiesen al mismo perfil de lector. Ahí, creemos, está el error capital.



La tradición reinterpretada. Autores al hilo del canon

La función poética del lenguaje, ya lo avisaba Jakobson (1981), exige ambigüedad y autorreflexividad, en la línea de lo ya dicho por Saussure: «los grupos formados por asociación mental no se limitan a aproximar los términos que presenten algo en común; el espíritu capta también la naturaleza de las relaciones que los unen en cada caso y crea, con eso, tantas series asociativas como relaciones diversas existan (1945: 145).

También defiende Eco, la misma postura: «el receptor es llevado no solamente a individualizar para cada significante un significado, sino a demorarse sobre el conjunto de los significantes (en esta fase elemental: los degusta como hechos sonoros, les da una intención como “materia agradable”» (1984: 79). Es decir, exactamente lo contrario de lo que se aplica en los textos de los instagramers, pero que sí emplean los autores que escriben al hilo del canon.

En los últimos años, los jóvenes poetas que buscan abrirse un hueco han intenta-do seguir haciendo su trabajo. Jorge Villalobos, Rosa Berbel, Estefanía Cabello, Virginia Navalón (por poner cuatro ejemplos) han continuado la fórmula de la tradición con una notoria calidad a pesar de estar iniciando su andadura. Su perspectiva del canon (entendido como «selección representativa de la estética de un momento determinado», Sánchez García, 2015: 9) es plural y ellos han sabido rehacerlo, como corresponde a los autores de cada tiempo.

Ninguno de estos cuatro autores ha manifestado la más leve beligerancia pública (que conozcamos) hacia estos otros vinculados a las redes. Parecen ser conscientes de la evidencia: que se dirigen a públicos distintos en edad e intereses. Tampoco la actitud del mercado es la misma ante ellos incluso, con lo que lo que pudiera afectar a lo que se denomina «valor literario» entendido como «el verdadero espacio donde se realizan las variantes ideológicas de la Norma o como el sismógrafo de las variantes sociales del campo (J. C. Rodríguez, 2002: 56). El valor literario en estos casos es notorio pero el interés del mercado muy limitado, en consonancia con lo que ha sido siempre el género.



Las voces que surgieron de las redes. Autores que vienen de Internet

La situación contraria la tienen quienes han utilizado las redes como herramienta de construcción poemática y promoción. Por poner otros cuatro ejemplos, valgan los de Elvira Sastre, Loreto Sesma, Patricia Benito, Srta. Babi y, marcando esa abismal distancia, Irene X.

Pozo ya avisó de que «Se dicen poetas y tienen un mercado que es envidia de muchos otros autores. Sin embargo, su lenguaje es criticado por críticos y autores —otros incluso prefieren no prestar atención al fenómeno— por simple, mercantilista y en ocasiones oportunista» (Pozo, 2018: s/p).

Más razón entendemos que tiene Morales Lomas cuando escribe que:

Es el otro quien ha reconocido su obra y la ha hecho suya, se ha identificado con ella y quien ha llevado su esfera privada a la esfera social y pública. Si existen miles de personas en todo el mundo que reconocen estos poemas es porque estos miles de personas forman parte de una comunidad de pensamiento, de sentimiento. La poesía nace como un acto de solidaridad, de alteridad y de convivencia. Se acaba convirtiendo, como decía Kant, en la Crítica del juicio en un símbolo moral. Estas poetas han comprendido, como enuncia Foucault en Hermenéutica del sujeto (1994), que no se puede mirar uno a sí mismo sin ver a los demás, porque, como diría el autor francés, el otro es indispensable en la práctica de uno mismo (Morales Lomas, 2018: 45).


Porque no estamos hablando de calidad literaria (eso es otro tema bien distinto al que nos ocupa). Estamos hablando de lectores masivos en la era en que, supuestamente, los libros en papel habían dejado de tener interés para nuestros jóvenes. Y se constata que nos habíamos equivocado.



LO QUE DICEN LOS LECTORES (O CÓMO INTEGRAR LOS NUEVOS MODELOS ¿LITERARIOS?)

Primera cuestión que hay que tomar en consideración: ¿cómo es el nuevo lector millennial? La respuesta la daba Isabel Solé hace algún tiempo:

La revolución tecnológica que estamos viviendo en las últimas décadas ha provocado la informatización del texto impreso y abre paso a una nueva forma de ser lector, el que construye su propio texto; navegando por la red, a través de los webs, chats, blogs, etc., el lector construye su propia ruta y no se limita a seguir la que fue marcada por autores con frecuencia desaparecidos o, como mínimo, desconocidos (2012: 48).


Con esta base, ya podemos afrontar la siguiente pregunta: ¿qué buscan estos lectores novísimos en un texto? Ya lo explicó Sánchez García hace unos meses:

Pues no la poesía al canónico modo (la que se enseña en las aulas de Educación Secundaria y que abarca de las jarchas a la literatura de los años 80), sino la poesía escrita por autores de su misma generación que, además debe cumplir otro parámetro: estar escrita por alguien reconocible en internet; su autor ha tenido como motor de proyección y difusión las redes sociales que son, al fin y al cabo, la herramienta capital con la que aprenden y se relacionan la mayoría de los jóvenes de hoy (2018a: 73).


Esto que dicen los lectores se interpreta a través del Informe del Comercio Interior del Libro en España que constata que, en 2016, la venta de poesía ha subido un 2,6 % (2016: 62), unas cifras a las que ya se refirió también Unai Velasco en un artículo sobre el nuevo fenómeno (2017: s/p) cuestionando la legitimidad —en términos literarios— de los autores nacidos de las redes. En 2017, el mismo informe señala que ha subido la edición de poesía un 1,1 %, es decir, 985 títulos publicados en poesía-teatro (se evalúan juntos), con una variación interanual de 6,3 % (2018: 39). Una cantidad ridícula en el cómputo global, pero muy considerable si tenemos en cuenta la especificidad hasta ahora de su receptor que, normalmente, leía poesía por pura obligación académica pero que, por mor de la influencia de las redes sociales ha empezado a interesarse y a buscar poesía por su cuenta y riesgo. Asumámoslo. Petrucci ya avanzó lo que hoy sucede:

La constatación del neoanalfabetismo de una buena parte de la población joven o adulta, un neoanalfabetismo definido de muy diferentes maneras, pero del que también se responsabiliza, al menos en parte, a una escuela que, se dice, ha fracasado en el cumplimiento de su objetivo fundamental: el aprendizaje de la lectura, la escritura y el cálculo. El otro, la irrupción de nuevos lenguajes. No solo de los audiovisuales, sino también de los informáticos —y, con ellos, de la videoescritura— y de los generados por una serie de medios o soportes —cómic, publicidad— cuya principal característica es la ausencia de un canon gráfico y, en el segundo caso, una escritura hecha más para ser vista que para ser leída (1987: 70).


La misión de críticos literarios y docentes es revertir esta situación, empezando por asumir nuestra propia realidad, de la que ya se ocupó Sánchez García: «Si vivimos un tiempo en que la poesía debe reconquistar su crédito, no lo es menos que la crítica literaria, también. Ergo, la conclusión primera es que la poesía (como creación y como objeto de estudio riguroso) tiene que recuperar el prestigio perdido» (Sánchez García, 2018b: 84). Una vez que tengamos claro el problema de partida podremos ir recuperando la importancia de la «aculturación» mediante lo literario implementan-do propuestas didácticas que respondan a las necesidades académicas, pero también a los intereses y gustos del alumnado. En 2010 ya lo expuso Borràs Castanyer:

La aparición de distintas herramientas que los creadores utilizan con una finalidad artística está reconfigurando sus prácticas artísticas, a la vez que nuestros hábitos de lectura que, progresivamente, se adaptan a la nueva realidad. En su viaje de la página impresa hacia la pantalla [...] la literatura ha experimentado un cambio en la forma que debemos evaluar hasta qué punto también comporta un cambio del contenido y, consecuentemente, de nuestro modo de lectura... (2011: 61).


Una vez que seamos conscientes de que las prácticas de lectura de la nueva generación han cambiado —porque la sociedad evoluciona y los modelos de lector también— podremos afrontar la realidad de construcción/deconstrucción del canon para reformular, desde lo académico, aquello que el mercado se obstina en imponer.



CONCLUSIONES

La poesía, como decía Meschonnic (2001), es algo difuso y esa ambigüedad en los últimos tiempos ha propiciado la desestabilización en cuanto al sentido del género, a lo que implicaba hasta ahora. La neoliteratura que surge al calor de Instagram es un fenómeno de masas que ha roto las jerarquías y la dinámica público/privado a las que se refería Juan Carlos Rodríguez (2002) convirtiendo la vida privada en foco argumental por su carácter confesional, con lo que se propicia que quien lee y quien habla puedan identificarse totalmente porque comparten el discurso y la emoción sin ningún tipo de fingimiento ni de construcción de un personaje poemático. Incluso, interactúan a través de las redes.

Thomas Harris habla de «una nueva mirada sobre el orden acostumbrado del lenguaje y el mundo poetizado» (2002: 307). Se escribe en redes y si funciona atendiendo a los followers, a esos jóvenes que «han crecido en un mundo digital y esperan utilizar estas herramientas para sus entornos avanzados de aprendizaje» (Bajt, 2011: 54), acaba publicándoseles sus textos en un libro con tiradas de miles de ejemplares que desaparecen con rapidez de los estantes a pesar de que la crítica los considere carentes de calidad alguna u otra cosa (“subprosa”, lo denomina Rivero Taravillo, 2018: s/p: «por ser meros renglones cortados arbitrariamente sin la calidad de una prosa cuidada) brillan por su ausencia el ritmo, el conocimiento de la tradición, la arquitectura versal o estrófica, la elipsis, la contención, el vuelo metafórico, la observación de la naturalidad, la reflexión». Como parapoesía lo entiende Luis Alberto de Cuenca (en Bravo, 2017: s/p) diferente al género poético como se ha entendido a lo largo del tiempo.

Al final, la cuestión anda cerca de aquello que avanzaron Lipovetsky y Serroy de que «en el capitalismo artístico tardío “todos somos artistas”» (2015: 68), provocando un absoluto desconcierto en los que ya hemos llamado «autores al canónico modo» y, singularmente en la crítica que ha seguido al mercado y ha aceptado (ha asumido sin más esta clasificación) sin pararse a pensar en que no estamos hablando de la misma cosa, sino que lo que hacen esos jóvenes que desarrollan su creatividad en Instagram (los que tienen algo de calidad, obviamente) es otro subgénero hasta ahora poco frecuentado y que puede tener cierto interés en las aulas: el de la poesía juvenil, que hasta ahora había estado centrado en la narrativa, como ya valoró García Padrino: «Este fenómeno (el de la literatura juvenil), a caballo entre lo económico y lo sociológico, se ha proyectado de modo casi exclusivo en la narrativa. En las colecciones hoy tan en auge apenas se contempla la presencia de poesía» (1998: 107). La adscripción a este subgénero la hizo, casi al principio de la polémica Fernando Valverde en una reflexión que compartimos:

Es cierto que resulta a veces complicado reconocer como poesía una parte del trabajo de los jóvenes que se han dado a conocer en las redes sociales. Tal vez porque no se trata de poesía a secas, sino de poesía juvenil, un género que no había sido explotado y que ahora ha surgido con mucha fuerza. Así como existe la poesía infantil, que no es otra cosa que poesía escrita para el lector infantil, existe una poesía juvenil, que hace estragos entre los jóvenes y que se ha convertido en un gran fenómeno de ventas. Querer analizar la poesía infantil o la poesía juvenil desde la perspectiva de la poesía es tan injusto como equivocado (2017: s/p).


Por eso, no ha lugar entre unos y otros esa «pugna por la hegemonía» de la que hablaba J. C. Mainer: «en la literatura, casi todo es contienda, porque siempre está de fondo la constitución de un mercado literario» (1998: 11). La rivalidad es responsabilidad exclusiva de un mercado que ha denominado poesía, sin ningún adjetivo calificativo a lo que hacen los instagramers, creando una situación de confusión que le resulta más que conveniente y que pone en un brete al docente de educación secundaria que debe dar respuesta a las preguntas de sus alumnos/lectores cuando, en clase, tiene que dar respuesta a un fenómeno que poco tiene que ver con la poesía de Garcilaso, Bécquer o Machado ni con los contenidos curriculares del área de Lengua y Literatura. Obviamente: estamos hablando de otra cosa, cercana al bestseller que encarnan en novela las obras Ruiz Zafón o María Dueñas que no tienen que ser denostados per se, porque también es un bestseller El Quijote o Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Neruda y eso no lo convierte en mala literatura canónica.

La cuestión es que el lector/consumidor gustoso de estos textos es otro al habitual de la lírica y lo que busca en estas otras composiciones es bien diferente que lo que le pueden aportar las mentadas obras. Creemos que la clave reside en lo que ya expuso Sánchez García:

Se dirigen a públicos distintos en edad e intereses. En términos del circuito de la comunicación, podríamos decir que ni el perfil de emisor es el mismo, ni el canal funciona de la misma manera (así lo afirmaba F. Valverde, en una conferencia reciente de 2018), los mensajes que transmiten tienen poco que ver en lo formal (una, busca la claridad en mayor o menor grado; otra, juega con el lenguaje y sus recursos) y tampoco el receptor busca lo mismo en unos que en otros. Porque, repito: son receptores diferentes. Si lo trasladamos a otra época, es como si quisiéramos que quien leía con gusto a Catulo leyese con igual entusiasmo a Campoamor. Si entonces, con las condiciones socioeconómicas decimonónicas, había lectores para ambos (más para Campoamor que para Catulo, conste), ahora, en la era digital y a golpe de clic, se me antoja que es obvio que infinitamente más (2018a: 71).


Es, tal vez, el justo término medio que reconduce la legitimación del mercado que no ha sabido frenar la crítica, tan preocupada en su conjunto de negar la mayor: que fuese literatura en modo alguno. Es necesario encontrar un sendero que permita ubicar tanto a estos escritores que han erigido una trayectoria (sea o no con pies de barro, el tiempo lo dirá) como a sus lectores militantes de una religión que no comprendemos porque, lisa y llanamente, escapa a lo hasta ahora conocido y entendido como poesía, con sus exigencias y sus características definitorias. Si no, no cabe otra que acudir a Blanchot cuando, creemos que con acierto avisaba de que «la esencia de la literatura consiste en escapar a toda determinación esencial, a toda afirmación que la estabilice o realice: ella nunca está ya aquí, siempre hay que encontrarla o inventarla de nuevo» (1969: 225).

En ese reinventar constante, en ese trabajar permanente al modo de Sísifo, está la tarea del docente comprometido con hacer de la lectura una tarea satisfactoria y gratificante sin perder de vista que en la sociedad actual las herramientas digitales son el modo natural de interrelación de nuestros discentes y que, por mucho que lo neguemos, los hijos de Instagram no entienden el mundo (y por ende, la literatura) al margen de las redes y todo lo que ellas conllevan de modernidad, de cambio, de perversión del sistema, de confusión entre lo que son/no son las cosas, incluida la literatura, tan manoseada por el mercado y tan condicionada por el marketing editorial. Pero también de democratización de la cultura plural en constante proceso de reinterpretación para ajustarla al momento histórico en el que se produce.




octubre 03, 2025

En el caso de la biblioteca Bizenta Mogel, uno de los principales retos es la captación de jóvenes mediante la oferta de actividades interesantes


Esti Albizu, biblioteca Bizenta Mogel
«En una sociedad digital, acelerada y a menudo excluyente, las bibliotecas ofrecen espacios seguros para la reflexión, el diálogo y el aprendizaje»

Entrevista en la web del Gobierno vasco, sección «Noticias y eventos», 18 de junio de 2025.

Publicación en abierto.



Fotografía publicada por el Durangoko Udala / Ayuntamiento de Durango (@DurangokoUdala) en sus redes sociales.


La biblioteca Bizenta Mogel de Durango ha sido galardona con uno de los premios especiales María Moliner de 2024. Por eso, hemos querido hablar con Esti Albizu Goikoetxea, responsable de Bizenta Mogel, sobre el proyecto premiado, el recorrido que ha hecho la biblioteca, el lugar que estas ocupan en la actualidad y sus retos de futuro.


El proyecto «Viajes Bizenta Mogel Biblioteka: la entrada a todo un mundo de saberes y experiencias» ha recibido uno de los premios especiales María Moliner de 2024 gracias a su innovador carácter. ¿En qué consiste exactamente el proyecto? ¿A qué debe su carácter innovador?

Gracias al proyecto, la biblioteca Bizenta Mogel se convierte en lugar de encuentro de experiencias, conocimiento y comunidad, con un enfoque que va más allá del préstamo de libros. La biblioteca se presenta a la ciudadanía como si fuese una agencia de viajes, con el objetivo de abrir las puertas a distintas áreas de conocimiento y así ofrecer la oportunidad de compartir vivencias, conocimiento y puntos de vista.


¿Y qué tipo de actividades organizáis para eso?

La biblioteca Bizenta Mogel de Durango ofrece infinidad de actividades para fomentar la lectura, el aprendizaje compartido, la creatividad y el diálogo. Por ejemplo, para el público adulto, organizamos varios clubes de lectura con diversos puntos de vista, géneros y finalidades, con el objetivo de crear espacios de intercambio, reflexión y aprendizaje, más allá de fomentar la lectura.

Por otro lado, organizamos talleres de escritura creativa, literatura y radionovela y coloquios sobre temas científicos y sociales. También destacaría «El club del LP», un espacio especial pensado para los y las amantes de la música en el que escuchan y analizan discos imprescindibles en la evolución de la música rock y soul.

Asimismo, contamos con una amplia oferta para familias, niñas y niños y jóvenes: talleres de filosofía, talleres de conocimiento y experimentación, talleres de juegos de mesa y clubes de lectura, entre otros.

A través de esta programación pretendemos, además, fomentar las relaciones para que las diferentes generaciones puedan conocerse, aprender y compartir experiencias. Ejemplo de ello son la actividad que combina lectura y textura «Entre tramas y urdimbres» y el espacio abierto para prototipar ideas «LAB egunak».

También colaboramos con otras áreas municipales para organizar actividades: la Biblioteca Humana con el Área de Inmigración, los clubes de lectura fácil con el Área de Personas Mayores y el Área de Acción Comunitaria; el taller de juegos de mesa con el Área de Juventud y Deportes, el concurso booktrailer con el Área de Cultura y el Área de Inmigración, etc.

Por otro lado, tenemos varias iniciativas organizadas junto con los centros escolares, para promover el interés por la lectura desde edades tempranas: «Kax-kax: liburu bat» para el alumnado de Educación Infantil y «Literaturan zehar bidaia zoragarria» para el alumnado de literatura de Bachillerato.


Este premio reconoce la labor ejemplar de la biblioteca Bizenta Mogel en la promoción y normalización del euskera. ¿Qué lugar ocupa el euskera en la biblioteca?

Es uno de los ejes estratégicos de la biblioteca. Tenemos una extensa oferta de libros en euskera y programamos actividades en euskera tanto para niños y niñas, como para personas adultas. El uso y la normalización del euskera forman parte de nuestro funcionamiento cotidiano y el compromiso, y estamos comprometidos con la promoción de la lengua y la cultura locales.


La biblioteca municipal de Durango lleva el nombre de mujer y no en vano. ¿Qué hacéis durante el año para dar voz y visibilidad a las mujeres y avanzar en la igualdad?

Al igual que el euskera, la perspectiva de género es otro los ejes estratégicos que tenemos en cuenta tanto al seleccionar la colección, como al programar las actividades. Esto significa que además de promover contenidos en euskera, se refuerza la perspectiva de las mujeres y de la diversidad de género para garantizar la participación e inclusión de toda la ciudadanía.


¿Qué papel juega la biblioteca en la vida cultural del municipio?

La biblioteca Bizenta Mogel pretende ser un espacio dinámico y estratégico de la red cultural de Durango y está trabajando para lograrlo; un espacio que combina conocimiento, creación y participación, y un recurso cultural abierto a la ciudadanía. Para nosotros, la biblioteca no es solo un lugar de consulta o estudio de documentos, sino un lugar para una comunidad viva.

A través de su proyecto, la biblioteca municipal de Durango quiere ser una biblioteca comunitaria, un espacio vivo en el que impulsar el aprendizaje, el intercambio de ideas y la colaboración. Trata de adecuar sus actividades y decisiones a las necesidades de la comunidad, promoviendo la participación y el vínculo emocional.

La biblioteca aporta gran cantidad de conocimiento a la comunidad y fomenta la participación y colaboración ciudadana. Su objetivo no es solo ofrecer un servicio de préstamo y aulas de estudio, sino ser un centro cultural y de encuentro social, donde se reúnan personas con intereses comunes. Iniciativas como los grupos de lectura y los espacios de trabajo fomentan la colaboración, al convertir proyectos individuales en colectivos.

Las bibliotecas comunitarias son herramientas imprescindibles para promover proyectos individuales y contribuir colectivamente a la comunidad; son la base de un futuro más inclusivo y sostenible.


Por lo tanto, las bibliotecas siguen teniendo cabida en este siglo XXI tecnologizado...

En el siglo XXI, las bibliotecas ocupan un lugar importante para la comunidad, ya que democratizan el acceso al conocimiento y a la información y, a través de sus amplias colecciones, ofrecen una sólida puerta al conocimiento a personas de todas las edades y orígenes. Además, las bibliotecas promueven la convivencia y las relaciones sociales como espacios de encuentro entre los diferentes sectores de la sociedad.

Frente a las nuevas tecnologías, las bibliotecas promueven la igualdad de oportunidades a través de medios digitales, al tiempo que contribuyen a preservar y transmitir la cultura, la memoria y la identidad local. En una sociedad digital, acelerada y a menudo excluyente, las bibliotecas ofrecen espacios seguros para la reflexión, el diálogo y el aprendizaje, fortaleciendo la comunidad y promoviendo la participación.


Recientemente habéis estado en Paniza (Zaragoza), en el acto de entrega de los premios María Moliner de 2024, donde habéis recibido un premio especial, que solo han logrado una decena de proyectos de entre unos 650 de todo el Estado. ¿Qué os parece el reconocimiento? ¿Cómo valoráis el trayecto recorrido hasta ahora, más allá de los premios? ¿Con qué os quedáis?

Los premios María Moliner son un reconocimiento externo a nuestro trabajo, pero nos quedamos sobre todo con la respuesta positiva de la comunidad. Valoramos muy positivamente el camino recorrido, ya que desde el principio hasta la actualidad nos hemos puesto al servicio de la comunidad, trabajando en favor de la cultura, la educación y la sociedad inclusiva.

En este tiempo hemos superado retos y acumulado experiencias enriquecedoras, tratando siempre de responder a las necesidades y gustos de la ciudadanía. La dedicación del grupo de trabajo, el magnífico trabajo de los colaboradores y la participación de la comunidad han sido imprescindibles.

Lo que mantenemos para nosotros es, sobre todo, la confianza y la estrecha relación de la ciudadanía; con su ayuda y protección, la biblioteca no es solo una colección de libros, sino un espacio para la creación de una comunidad viva y diversa. A partir de ahí, estamos preparados para enfrentarnos a los retos que nos depare el futuro, convirtiéndolos en espacios de beneficio y participación ciudadana.


¿Y cuáles son los retos de futuro de las bibliotecas? ¿Y en el caso de la biblioteca Bizenta Mogel?

Los principales retos de futuro de las bibliotecas son combinar servicios digitales y presenciales, adaptarse a las necesidades cambiantes de las personas usuarias, incorporar nuevas tecnologías y diversificar contenidos y servicios. Además, será fundamental aumentar la oferta de contenidos digitales y fomentar la participación de la comunidad.

En el caso de la biblioteca Bizenta Mogel, además, uno de los principales retos es la captación de jóvenes mediante la oferta de actividades interesantes.




septiembre 19, 2025

Literatura infantil emocional: un lenguaje propio de la autoayuda


Anna Juan Cantavella
«Libros “buenos” y banales: libros neoliberales. Una reflexión sobre la educación emocional en la literatura infantil contemporánea»

Revista Educación, Política y Sociedad, vol. 10, núm. 1 (2025).
Número temático: «Emocionalización de la educación. Discursos, políticas y prácticas».

Revista Educación, Política y Sociedad (REPS) | Universidad Autónoma de Madrid (@UAM_Madrid) | Madrid | ESPAÑA

Se incluye a continuación el artículo según su edición en PDF. Véanse las referencias en la publicación original. Licencia Creative Commons.


Imagen referencial. Foto en Pexels de Kaboompics.


RESUMEN

Desde principios del siglo XXI, la llamada literatura infantil emocional no ha dejado de crecer tanto en títulos como en ventas. Su capacidad para penetrar en muchas casas y escuelas se debe, en parte, a que son percibidos como libros neutros y llenos de buenas intenciones. El propósito de este artículo es caracterizar este tipo de libros infantiles a través del análisis de algunas de las obras más vendidas y trazar puntos de unión con los postulados de la educación positiva y la ética neoliberal. El objetivo es demostrar que no se trata de libros neutros, ni literarios ni infantiles.

Palabras clave: libros infantiles de emociones, pedagogización, adultocentrismo.



INTRODUCCIÓN

Los niños somos muy desgraciados —dijo para sí el muñeco—. Todos nos gritan, todos nos regañan, todos nos dan consejos. Si los dejáramos, a todos se les metería en la cabeza ser nuestros padres y nuestros maestros; a todos, hasta a los Grillos parlantes.

Carlo Collodi, Pinocho


El monstruo de colores de Anna Llenas (seis millones de ejemplares vendidos), De mayor quiero ser feliz de Anna Morató y Eva Rami (trescientos mil), Tengo un volcán de Míriam Tirado y Joan Turu (cien mil), Tu cuerpo es tuyo o Nos tratamos bien. Un cuento sobre el respeto, ambos de Lucía Serrano (treinta y cinco mil ejemplares vendidos) o la autopublicación Éramos una vez... mi mamá y yo de Saioa López y Eva Rami (Mejor cuento educativo para niños y Cuento más inspirador para niños, en los premios International Latino Book Awards 2023) son solo algunos de los títulos de literatura infantil más vendidos en los últimos años del siglo XXI. En todos ellos (y en muchos otros), las emociones y el trabajo de identificarlas para aprender a gestionarlas se alzan como protagonistas.

Desde principios del siglo XXI, las ciencias sociales se han esforzado por analizar la influencia de la llamada «ciencia de la felicidad» en sectores culturales y académicos, así como el «giro afectivo» que parece haber penetrado en muchos de los ámbitos de nuestras vidas. Diversos trabajos críticos han prestado atención a lo que Abramowski describió como «una inflación de lo emocional», que desde hace lustros afecta de un modo particularmente intenso a las prácticas educativas. Ecclestone y Hayes ya escribieron sobre la «terapización de la educación», e Illouz se ocupó de mostrar cómo el lenguaje y las técnicas terapéuticas habían impregnado múltiples esferas de lo social, dando lugar a lo que llamó el ethos terapéutico.

Una de las derivadas de este giro a la felicidad promulgado por la psicología positiva ha sido la aparición de la llamada «educación emocional», que ha ido desplegándose con fuerza en muchos sistemas educativos occidentales en las últimas décadas. Tal y como muestran diversos análisis, su capacidad de inmersión en las políticas educativas se debe a los puntos en común que el pensamiento positivo comparte con los valores neoliberales, para los que el individuo se alza como centro absoluto. Una de las características más relevantes de este giro es que neutraliza la importancia de los contextos y conflictos sociales a través de diversos dispositivos de comportamiento, entre los que destaca el de la «responsabilidad personal».

En este sentido, la educación emocional (también llamada educación positiva) se inserta en las lógicas narcisistas e introspectivas que promueve la autoconsciencia y la regulación emocional como vía para alcanzar la felicidad individual. Es decir, apela al conocimiento y a la clasificación de las emociones para poder regularlas de modo adecuado y sacarles un provecho positivo. La «autonomía emocional», la «empatía» y la «asertividad» aparecen de modo relevante en sus propuestas junto al «optimismo», la «resiliencia» o la «gratitud». Valores, todos ellos, característicos también del lenguaje empresarial y del emprendimiento, que se encauzan a través de discursos y técnicas como el «mindfulness», el «coaching» o la «autoayuda», y que forman parte de lo que se ha dado a llamar el «capitalismo afectivo».

La literatura infantil no ha escapado de este ethos tan característico de la contemporaneidad. En su artículo «Álbumes ilustrados y cambio de valores en el cambio de siglo», Teresa Colomer ya apuntaba que, en la primera década del siglo XXI, una tercera parte de los libros ilustrados «se dedicaban a explicar a los niños y niñas cómo son sus sentimientos y emociones […] con un énfasis notable en la educación sentimental y emotiva explícita». Han pasado trece años desde aquel artículo y la producción de libros centrados explícitamente en las emociones no ha dejado de crecer. Si escribimos en el buscador «libros infantiles» o nos atenemos a los productos más populares de plataformas como Amazon y de grandes librerías como el FNAC o La casa del Libro, enseguida nos daremos cuenta de que buena parte de ellos tratan sobre las emociones. Su capacidad de penetrar en muchas casas y su percepción como producto inocuo o «bueno» para las criaturas hace necesaria una reflexión.

Este artículo se centra en analizar formalmente algunas de las obras de literatura infantil emocional editadas recientemente y que se han convertido en algunas de más vendidas en los últimos quince años. La producción actual rebosa de cuentos de emociones para criaturas, pero el corpus principal de análisis son ocho best sellers (aunque se han leído muchos más y se hace referencia a algunos títulos más a lo largo del artículo). Las características formales de los títulos elegidos pueden rastrearse en muchas otras obras de literatura emocional infantil por eso son utilizadas como referencia. El propósito es llevar a cabo lecturas atentas y distanciadas que nos permitan trazar puntos de unión entre la llamada literatura infantil emocional y los postulados de la educación positiva, dejando en evidencia algunos aspectos de la ideología que transmiten.

El artículo entronca con los trabajos que el grupo de investigación en educación literaria GRETEL de la Universidad Autónoma de Barcelona —y en particular su directora durante años, Teresa Colomer— llevaron a cabo sobre la producción infantil contemporánea para tratar de caracterizarla, no solo a nivel formal, sino también a través de su recepción. En este caso, la propuesta se centra tan solo en el primero de los análisis y pretende con ello evidenciar los valores que se esconden entre líneas. Tiene como referente además de a Colomer, las reflexiones de Montes y las investigaciones de Nodelman, Kummerling-Meibauer, Nikolajeva o Allan sobre la representación del poder o de las infancias en los textos infantiles, así como de los cambios políticos e ideológicos que se manifiestan en sus páginas. La particularidad del presente texto (en relación sobre todo a la crítica especializada de literatura infantil escrita en español) es el hecho de centrarse no tanto en el análisis de las obras reconocidas por la crítica, sino en aquellas que demandan un mayor número de lectores no profesionales, es decir, las familias, uno de los más importantes compradores de literatura infantil en la actualidad.



UNA MIRADA ATRÁS PARA LLEGAR AL PRESENTE

La historia de la literatura infantil occidental está atravesada desde su mismo origen por un debate fundamental que se cuestiona sobre los criterios adecuados para valorarla. Opción 1: atenerse a principios de originalidad y a valores literarios y estéticos (que es lo que suele suceder en la literatura adulta). Opción 2: atenerse al aprendizaje moral que proporcionará a sus jóvenes lectores.

La máxima «educar deleitando», que trataría de conciliar una opción con la otra, aparece ya en el prólogo de los Cuentos de la madre Oca de Perrault, está en la base de la reescritura de las fábulas de La Fontaine, actúa como catalizador de algunas de las transformaciones que los Grimm llevan a cabo en la segunda versión de sus Cuentos del hogar (que ya están destinados directamente a un público infantil) y se convierte en el principal objetivo de la novedosa edición infantil surgida en el siglo XIX.

Pero lo cierto es que, a lo largo de los siglos, la relación entre ambos verbos (educar, deleitar) ha sido compleja y no del todo equilibrada. La mayor parte del tiempo, la balanza se desequilibra del lado de la «función educativa» de la literatura infantil y de reproducción de los valores culturales hegemónicos. Eso no impide que, de modo más o menos marginal, siempre haya existido un cierto espacio para obras donde prima la ambición literaria y estética, que ponen en cuestión a la llamada «madrastra pedagógica», y que nos ofrecen formas diversas de transgredir la idea de infancia predominante en cada momento, ensanchándola hacia los márgenes. Una literatura infantil que a Alison Lurie le gustaba llamar «subversiva» por su capacidad para apelar «al niño imaginativo, interrogante y rebelde que todos llevamos dentro».

Esa especie de vaivén entre educación y deleite da forma a una historia de la literatura y de la edición para la infancia un tanto cíclica, donde el peso de las enseñanzas morales aumenta o disminuye, ensanchando o limitando el espacio que queda para a obras en las que estas enseñanzas no aparecen de modo tan explícito. Este debate corre parejo una idea de infancia expresada en singular, que, desde diferentes disciplinas, homogeneiza a niños y niñas con existencias y circunstancias muy dispares. Como escribían Elena Masset y Maite Alvarado, «desde la ilustración la infancia ha sido pensada desde sus supuestas carencias, como si a partir de la leche materna, todo aquello que se les ofrece tuviera que ser necesariamente nutritivo [...] por eso, considerar al niño como receptor-recipiente resulta casi natural, ahistórico».

Semejante mirada sobre la infancia conlleva una concepción de la literatura infantil un tanto estrecha, como mera transmisora de valores, en detrimento de la exploración estética y social. Una literatura a la que se percibe en general —al igual que a sus destinatarios— como periférica, marginal y marginada.

En cuanto al tiempo presente, nunca antes se había escrito ni publicado tanta literatura infantil como ahora. Las editoriales especializadas se multiplican, y eso conlleva a su vez un aumento de las personas que se deciden a crear. Cada año, solo en España, se publican unos nueve mil títulos de literatura infantil y juvenil.

Esa gran producción pudiera parecer una oportunidad para atender a la diversidad y ofrecer obras muy variadas, tanto de obras que ponen el acento en «educar», como en «deleitar». Pero ¿es así?



LA SOBREPRODUCCIÓN COMO ENZIMA PARA LA HOMOGENEIZACIÓN

Lo cierto es que la sobreproducción está íntimamente ligada a la homogeneización. En su condición de editor, autor y ensayista, Bruel no se cansa de repetir que «el aumento irracional del número de libros nuevos obstaculiza el acceso a la diversidad de la oferta, conduce a una disminución continua de las tiradas medias y conlleva el empobrecimiento de quienes los crean». El resultado, al menos en España, que es el contexto del que partimos, es un mercado editorial que funciona a golpe de novedades y al ritmo impuesto por las grandes distribuidoras. Los libros se mantienen en las estanterías de las librerías apenas unos días o semanas, por lo que muchos de ellos gozan de una vida corta y quedan descatalogados pocos años después de la primera edición. Pocas son las editoriales que mantienen vivos todos los títulos de su catálogo. Muchas son las que editan por encima de sus posibilidades para atender a las imposiciones de distribución, y a la lógica de novedades, dejándose llevar por modas temáticas.

Todo ello nos aboca a un ecosistema de producción frágil, en el que arriesgarse tiene un coste demasiado alto. Y conlleva a su vez una homogeneización ideológica, donde la autocensura y las desigualdades de acceso a la cultura infantil por parte de niños y niñas de clases sociales distintas, tienen su peso. Las obras percibidas como difíciles, complejas, experimentales o ambiguas —es decir, las más alejadas de las modas y estereotipos— quedan escondidas en los espacios especializados y en lugares poco accesibles al público general. El resultado es que la literatura que llega al gran público es una literatura infantil de consenso, políticamente correcta, formada por obras aparentemente neutras y bien intencionadas.

Pero como escribe el propio Bruel: «La literatura infantil nunca es neutra: refleja puntos de vista y ofrece representaciones que, en distintos niveles de intención, conciencia e intensidad, están impregnadas de sustratos afectivos, ideológicos y estéticos».

En este mismo sentido, en el libro Narrativas literarias en educación infantil y primaria se asegura que es mucho más fácil detectar la ideología (creencias, estereotipos, tópicos y clichés) de las historias infantiles antiguas que de las actuales, pero que «la literatura infantil se halla inmersa, como cualquier otro tipo de texto, en la ideología de la sociedad que la produce» y «está repleta de valoraciones y mensajes más o menos intencionados y más o menos explícitos». No hemos de olvidar que los textos infantiles son agentes clave en la socialización y documentos históricos interesantes donde ir a buscar qué piensa una sociedad sobre sí misma y sobre los valores que quiere legar a las generaciones futuras. Y los postulados y valores del pensamiento positivo han conseguido incrustarse en el imaginario colectivo contemporáneo. La gestión de las emociones forma pues parte del discurso hegemónico y preponderante hoy en día.

Eso provoca un círculo vicioso del que es difícil escapar: el pensamiento positivo propone «valores deseables» —los «valores deseables» aparecen de forma recurrente en los libros destinados a la infancia— los prescriptores ofrecen a los niños libros donde aparecen los «valores deseables» que ellos estiman —los libros con esos «valores deseables» se venden con facilidad— las editoriales tienden a seguir los caminos abiertos por ese tipo de libro. Semejante círculo provoca que nos encontremos en un momento editorial muy marcado por la pedagogización de la literatura infantil, lo cual deja poco espacio a obras «disidentes».



HACIA UNA CARACTERIZACIÓN DE LOS LIBROS DE EMOCIONES INFANTILES

La producción actual de libros infantiles de emociones responde al patrón ya apuntado que concibe al pequeño como mero receptáculo de contenidos y que subraya la «función educativa» de la literatura infantil. En este sentido, sus puntos de partida no son originales ni novedosos. Lo que naturalmente cambia y sí resulta particular de nuestra época es el contenido de lo que quieren transmitir. Veamos cómo lo hacen.


Un mensaje claro: las emociones como elemento natural

El objetivo de los primeros libros infantiles de emociones, como El monstruo de colores de Anna Llenas, El emocionario de Cristina Núñez y Rafael Romero o El gran libro de los superpoderes de Susanna Isern y Rocío Bonilla, por poner solo tres ejemplos, tenían la finalidad de nombrar y definir las emociones para saber reconocerlas y ordenarlas. Esta forma de tratar las emociones partía de la voluntad de los adultos de «ayudar» y educar emocionalmente a los niños y estaba basada en la afirmación de que una buena educación emocional desde pequeños puede conducir a una felicidad plena, basada en la comprensión de las emociones que sienten.

Con el tiempo, ese reconocimiento ya no fue suficiente y evolucionó hacia formas más explícitas de pedagogización de la literatura, donde la regulación de las emociones se alzaba como eje central. De hecho, en el último lustro, la mayor parte de libros de emociones se plantean como cuentos con los que los y las pequeñas aprenden, sobre todo, a «gestionarlas»: «Puesto que estas aparecen de forma natural, natural es ayudarles a gestionarlas», apunta Saioa López, la autora de Éramos una vez... mi mamá y yo en una entrevista.

Esta evolución se percibe claramente leyendo los diferentes títulos de El monstruo de colores de Anna Llenas, después de su enorme acogida a nivel mundial. La reseña de la web de la última obra de Anna Llenas, El monstruo de colores. Doctor de emociones de la misma autora señala que «el nuevo título de la colección, que se ha convertido en una herramienta utilizada alrededor del mundo para trabajar la educación emocional, supone un paso adelante en el proceso de comprender nuestras emociones. Además de identificarlas y ponerles nombre, ahora con la ayuda del Monstruo de Colores y de Nuna nos enseñarán a regularlas».

Como afirman muchos de los trabajos críticos sobre el funcionamiento de la psicología positiva, uno de los pasos para conseguir la efectividad de su discurso es plantear las emociones como simples hechos naturales sobre los que los entramados socio-culturales no operan. Según la psicología positiva, los seres humanos somos naturalmente emocionales, y esas emociones se perciben y se viven del mismo modo en cualquier parte del planeta. Ahí tenemos el componente falaz de los libros de emociones, en su pretensión de ser libros neutros, sin ideología, sin conflicto, puesto que apelarían a hechos «naturales».

No obstante, la naturalización de las emociones resulta problemática, más teniendo en cuenta que estamos hablando de la infancia. La emoción en realidad sí forma parte de constructos socio-culturales. No se perciben, ni se sienten, ni se conciben igual en todas partes del planeta. Tal y como muestran los trabajos de Lutz, tradicionalmente en Occidente la emoción se concibe como algo apegado a un estado salvaje de la sociedad. La psicología positiva y los libros de emociones parten de una mirada eurocéntrica e imponen como natural la forma occidental de concebirlas y sentirlas. Esta conceptualización occidental típica de los libros infantiles de emociones corre pareja a la mirada que también en Occidente se tiene de la infancia, caracterizada durante siglos como ese estado presocial y precivilizado. Infancia y emoción/emoción e infancia como las dos caras de una moneda que hablan de todo aquello que en nuestra sociedad responde a un carácter físico, involuntario, irracional o incontrolable. Y que requiere ser educado.

La paradoja de estos libros (y de la educación emocional en general) surge del hecho de reivindicar las emociones como algo bueno y natural de los seres humanos, pero que al mismo tiempo requiere ser educado, más bien regulado, para alcanzar así la felicidad plena. Tal como afirman Bonhomme y Schöngut-Grollmus, esta educación tiene una «fuerte inclinación a intervenir en las formas de sentir de los estudiantes».

Veamos un ejemplo. En la guía que aparece en las guardas finales [sic] del libro Tengo un volcán de Míriam Tirado y Turu, destinada a las escuelas y las familias, la autora escribe: «Procurad distinguir entre emoción y comportamiento. La emoción es siempre válida, mientras que el comportamiento que se deriva no siempre lo es. Entonces es importante ayudar al pequeño a canalizar lo que siente de manera asertiva y positiva». Así pues, aunque dicha guía empieza exponiendo que todas las emociones son válidas y legítimas, lo que acaba proponiendo el libro no es tanto hacer consciente a la criatura de sus emociones, sino más bien enseñar a regular y normativizar cómo estas deben afectarnos y hasta qué punto.

Se supone que en los discursos emocionales la razón ocupa un segundo plano, pues todo el protagonismo recae en las emociones, que habrían sido negadas y relegadas en el pasado. No obstante, vemos que, en realidad, lo que aquí se impone es la razón (y una razón siempre la enuncia alguien, nunca es neutra). Además, esto tiene lugar bajo la forma de unos cuentos puestos al servicio del verbo «gestionar», de filiación racional y empresarial, y claramente adultocéntrico.

El mensaje que se le manda al pequeño es claro: puedes sentir rabia, pero debes aprender a autorregularte y parar antes de explotar, si quieres que todo fluya. En consecuencia, el sujeto emocional (ese niño al que aparentemente tan solo acompañamos de manera neutra) deja de serlo porque se ejerce un control sobre sus emociones (y sobre los pequeños) que proviene de la gestión «razonable» de estas, entendiendo siempre por razonable la mirada adulta sobre el mundo.


Sobre el tipo de conflictos, valores y buenismo

Uno de los aspectos más relevantes de estas obras es el tipo de conflicto que plantean. Tanto en El monstruo de colores. Doctor de emociones de Anna Llenas, como en Tengo un volcán de Míriam Tirado y Turu, Nos tratamos bien de Lucía Serrano o De mayor quiero ser feliz de Anna Morató y Eva Rami, los problemas personales se tratan como problemas individuales, nunca colectivos. El encuentro o desencuentro con los otros ya no es relevante. Lo importante es conocerse a uno mismo. Lo que realmente importa es la capacidad de adaptación personal, los modos individuales de enfrentarse a los problemas.

Esta línea de pensamiento elude los contextos estructuralmente desiguales (por razones de género, de clase social y de origen nacional o étnico), así como las situaciones históricas particulares de los colectivos, en aras de una sobreprotección basada en el consenso y en el poder de uno mismo.

Así, muchos de estos libros, actuando en pos del positivismo y de una pretendida «integración» de los colectivos minorizados y excluidos, optan por no problematizar el contexto que hace posible la exclusión, sino por la estética benettoniana, y muestra a personajes de esos colectivos (discapacitados, personas racializadas, personas LGTBQ+, personas con problemas de peso, etc.) para hacer check a la diversidad. Es lo que sucede en Nos tratamos bien de Lucía Serrano o en C de consentimiento, un libro para primera infancia de Eleanor Morrinson, por poner un ejemplo diferente a los del corpus de partida. Jorge Freire (en La banalidad del bien, citando a David Cerdá) define esta actitud como una especie de superioridad moral que se propone como un baúl rebosante de valores que su poseedor abre para deslumbrar al prójimo. Una sofisticación de la moral que, siguiendo al filósofo, pone el énfasis en la palabra y trivializa la acción, convirtiendo lo que un día fueron las virtudes en ese buenismo vacío actual que rellena las páginas de los libros infantiles y de nuestras vidas.

Este giro a lo individual, hacia la felicidad personal, deja fuera de plano la conflictualidad social, y hace inviable cualquier tipo de lucha por los derechos colectivos. Lo importante es el optimismo, la resiliencia, la conciencia emocional, la empatía, las emociones. Palabras todas ellas al servicio de la ética neoliberal, que concibe a los individuos como «seres libres, estratégicos, responsables y autónomos, capaces de gobernar sus deseos y estados psicológicos con el fin de realizar su propia felicidad». Muchos de los libros de las emociones se componen de relatos destinados a trabajarlas una por una; un concepto, un «talento», una emoción diferente en cada relato. Es el caso, por poner dos ejemplos, de De mayor quiero ser feliz de Anna Morató y Eva Rami y El gran libro de los superpoderes de Susanna Isern y Rocío Bonilla.


Uso del lenguaje en los cuentos de emociones

El lenguaje con el que se articula una obra es uno de los elementos más explícitos a la hora de analizar el discurso subyacente. Los libros de emociones recurren a la jerga psicológica y a los discursos y prácticas características del pensamiento positivo, como: la meditación, el coaching o el mindfulness. Veamos dos ejemplos: en el primero, Tengo un volcán de Míriam Tirado y Turu, la trama gira alrededor de aprender a controlar los momentos de rabia a través de la respiración y la consciencia de uno mismo. En el segundo, De mayor quiero ser feliz de Anna Morató, el autoconocimiento está en la base de todos los cuentos. De hecho, este libro parece un catálogo de frases de psicología positiva: «Tenemos que ser felices con lo que en cada momento podemos conseguir», «Cuando estás bien contigo mismo, sabes que puedes cumplir tus sueños», «No esperes que cambie nada de exterior para poder ser feliz», «Todos tenemos un diamante muy especial dentro de nosotros». Lo mismo sucede en Éramos una vez... mi mamá y yo de Saioa López y Eva Rami. Veamos algunas de las frases de este libro: «Tú puedes», «Inténtalo», «Sé fuerte», «No es tan grave como parece». Esta retórica es una constante en toda la literatura infantil emocional. La idea subyacente es siempre la misma: responsabilizar exclusivamente al individuo de lo bueno y lo malo que le sucede, olvidar que todos vivimos en sociedades, donde el ejercicio de esa «resiliencia» o de esa «consciencia de uno mismo» nunca es equitativamente posible.

Se trata de un lenguaje propio de la autoayuda, que convierte los libros infantiles de emociones en una especie de vademécums farmacéuticos que ofrecen herramientas para su expresión normativa. Marina Colassanti, en un texto sobre Pinocho, escribía: «Collodi sabía bien por experiencia que la desobediencia es la forma básica de rebeldía de la pobreza, y que la moral y las buenas costumbres son de base una herramienta de control social». Hoy, en los conceptos de la educación emocional, la moral ha mutado. Pero su uso coercitivo sigue siendo el mismo.


El exemplum religioso como molde

La historia de la literatura da buena cuenta de cómo la ficción se ha utilizado desde antiguo con propósitos pedagógicos. Los cuentos didácticos, los exempla de los sermones, las parábolas o las fábulas son solo algunos de los subgéneros que más han jugado con el binomio «educar deleitando». A lo largo de los siglos, su propósito didáctico y sus formas narrativas sencillas los han llevado a formar parte de los corpus destinados a las infancias. Así mismo, los han convertido en los moldes a partir de los que crear historias infantiles. Las fábulas o las parábolas han ido transformándose, jugando en mayor o menor grado con el lenguaje figurado, las metáforas o la ambivalencia. Aun teniendo presentes las fábulas, los libros de emociones se apoyan en mayor medida en el exemplum religioso.

Entendemos el exemplum religioso como una pequeña narración inserta en un sermón más amplio, cuya finalidad consiste en «ilustrar, aligerar y mantener la tensión del discurso». Los exemplum giraban alrededor de un tema central que estructuraba el relato, con el fin de que «los oyentes encontrasen un reflejo instructivo de su vida cotidiana». Se utilizaban para «catequizar a los espíritus sencillos». La eficacia del mensaje así expresado tiene que ver con su capacidad para comunicar de forma sencilla a un público no alfabetizado una serie de ideas referentes a la moral y al buen comportamiento (religioso). Los exemplum se utilizaban para aclarar aquella parte del sermón que no debía pasarse por alto. No funcionaban de forma autónoma. Su finalidad última era impartir una enseñanza y convencer sobre su pertinencia.

El punto de partida y el funcionamiento de muchos de los cuentos emocionales infantiles es el mismo que el de los exemplum: concebir el cuento como instrumento privilegiado para la comunicación de ideas de forma sencilla, amena y eficaz y usarlo como ejemplo con poder aclaratorio (y de convicción) de un discurso más amplio que se inserta en todas las esferas de la vida. Un modo de hacer accesible a los «espíritus sencillos», ahora la infancia, elementos centrales de ese sermón positivo más amplio y que pretende, como lo pretendía el pensamiento religioso, una neutralidad de sus contenidos avalada tan solo por el consenso de la hegemonía cultural. De ahí su carácter instructivo, tanto en el sentido de la acción de instruir, como en el de conjunto de reglas o advertencias para algún fin.


Sentimentalismo y falsos libros de literatura infantil

Ruth Krauss fue una de las autoras más interesantes del siglo pasado, y también una de las más desconocidas en España. Krauss definió los buenos libros infantiles como un lugar seguro o un reino propio para que las criaturas deambulen, se pierdan y encuentren peligros, algunos tan aterradores como la aspiración a crecer. Influenciado por Krauss, Maurice Sendak asumió como punto de partida de sus obras «la terrible vulnerabilidad de la infancia (en un mundo hecho a medida adulta) y su lucha por convertirse en reyes de todas las cosas salvajes». Barbara Bader nos cuenta como ambos, junto a su editora Ursula Nordstrom aborrecían a los adultos y los libros que tendían a sentimentalizar la infancia y a utilizar la literatura de manera sobreprotectora. El resultado de la confluencia de estas tres personalidades fue toda una serie de libros arriesgados, donde el juego con los lenguajes deja espacio a las criaturas para componer sus posibles sentidos.

Nordstrom lo llamó, apelando a su catálogo editorial: «libros buenos para niños malos».

Este ejemplo de la historia de la literatura infantil funciona como contrapunto de lo que sucede en la actualidad con los libros de emociones. Siguiendo con la idea de Nordstrom, podríamos definirlos como libros malos (literariamente hablando) para niños buenos (hablando de comportamiento). Los instrumentos fundamentales que les sirven para tales propósitos son: la sentimentalización, la estereotipación y sobreprotección de la infancia. Su resultado: obras con una relación muy discreta con algún tipo de calidad literaria. Una de las características más interesantes de la obra literaria proviene de la teoría de la recepción, que la define como una obra abierta, en la que los silencios, las ambigüedades y otros usos deliberadamente juguetones del lenguaje dificultan los automatismos de la comprensión y otorgan un espacio de libertad al lector, que debe construir sentidos más allá de lo que las palabras dicen.

Los libros analizados para la redacción de este artículo utilizan un lenguaje plano y renuncian a los dobles sentidos, a la fragmentariedad o a cualquier otra experimentación con el lenguaje, en pos de una comprensión literal y simple del texto. El escaso valor literario que ello propicia, hace que los cuentos de emociones tienen una única lectura, y esta se agota de inmediato. Y es que su máxima no es la imaginación, la búsqueda, la aventura, sino la guía, la instrucción, lo correcto. No demandan una lectura estética, en la que está permitido perderse, tan solo piden una lectura eferente.

El único artificio que se permiten es el uso de metáforas facilonas y sentimentales. Veamos algunos ejemplos: un diamante interior para hablar de nuestro valor, en De mayor quiero ser feliz; un volcán interno para hablar de la rabia, en Tengo un volcán; el uso de colores para diferenciar emociones, en El monstruo de colores. Semejante alarde estilístico sirve para lanzar arengas sobre la superación personal, la autoafirmación, la resiliencia o la constatación de que somos diferentes. Se trata de metáforas que no dejan lugar a duda, y refuerzan la autoridad de la voz narrativa; una voz narrativa adulta que se quiere y se expresa de forma complaciente, puesto que el destinatario es una infancia a la que no considera competente para construir sentidos más allá de la literalidad.


Desaparición de estrategias narrativas clásicas de la literatura infantil: el humor y la fantasía

Dicha complacencia y sobreprotección borran de las páginas de este tipo de libros (y de muchas otras obras infantiles actuales, por contaminación) algunas de las estrategias que Teresa Colomer enuncia como básicas en la historia de la literatura infantil: la desdramatización de los conflictos a través del humor, y la imaginación creativa de la fantasía.

En la cultura de la educación emocional y en su lógica de la racionalización no hay lugar ni para una ni para la otra. Más bien al revés, no se trata de desdramatizar, sino de dramatizar la subjetividad para luego ofrecer respuestas. Esto conlleva un tono que acostumbra a ser grave, y unas historias que tienden a sentimentalizar deliberadamente los conflictos.

Una de las tramas más recurrentes de estos libros es aquella que lleva a un personaje infantil a aceptarse «tal y como es», a pesar de la inicial incomprensión de los demás. A la aceptación se llega indefectiblemente por el camino de la comprensión, gracias a las palabras de un adulto que ilumina a la criatura y propicia su autoafirmación. Los huérfanos, por ejemplo, tan importantes en la tradición infantil por todo lo que simbolizan sobre el encontrarse fuera de lugar o sin un lugar concreto que ocupar (que es una metáfora que apela tanto a la infancia como a la adolescencia), aparecen tan solo ahora si han sido adoptados por familias preocupadas y tolerantes y sus tramas complacientes, lejos de llevarnos a la Villa Villekulla de Pipi, nos hablan de la importancia de «aceptarlos», aunque «sean diferentes».

El humor y el uso de la fantasía, precisamente por su capacidad para desacralizar la realidad o para atravesarla de lógicas inverosímiles, situaciones imposibles y posiciones de poder inconcebibles, quedan eliminados de la ecuación para entronizar la sentimentalización de una infancia que debe ser protegida hasta de sí misma.


Sucedáneo de realismo, narradores autoritarios y personajes débiles

En gran medida, la forma escogida para contar la historia, en el caso de estos libros de emociones es un sucedáneo del realismo. Se puede definir brevemente el realismo como un género narrativo que se propone relatar peripecias que muy bien podrían suceder en nuestro mundo; y que se interesa en explorar el complejo mundo interior de los protagonistas, ya sea desde un tono humorístico o más o menos grave.

¿Por qué sucedáneo de realismo? Los cuentos de emociones construyen sus tramas en decorados realistas, con personajes humanos (salvo algunas excepciones) y conflictos cotidianos, cierto. Pero olvidan nada menos que la complejidad del mundo interior infantil. Parecería que, tratándose de literatura de emociones, deberíamos hallarnos ante lo que Nikolajeva definió como «narrativas infantiles orientadas a los personajes», que son aquellas en que el aspecto psicológico resulta más relevante que los acontecimientos. Pero no es así en absoluto. Resulta paradójico, pero en los cuentos de emociones conocemos muy poco el mundo interior de los protagonistas.

Normalmente se trata de narradores externos (en tercera persona) que se adecúan a la voz de un adulto, o a la voz de un adulto que se hace pasar por niño. Las historias privilegian un solo discurso y lo enuncian sin ambigüedades ni titubeos. Las voces infantiles permanecen subordinadas y solo aparecen en unos diálogos pretendidamente mayéuticos, en los que las criaturas se muestran dubitativas y los adultos ofrecen respuestas. Todo ello conduce a un tipo de final indefectiblemente positivo por asunción: la criatura entiende el mensaje, lo asume como propio, y se presta a obedecer.

El resultado es una proyección del mundo restringida que, siguiendo a Allan, se utiliza como estrategia para promover una postura interpretativa dominante, y para reforzar las ideologías de los discursos dominantes. Dicha autoridad se relaciona no solo con la voz narrativa, sino también con el rol que ejercen los personajes dentro del relato. El narrador es siempre una voz adulta, mientras que la acción de la trama se centra siempre en problemas y personajes infantiles que deben resolver algún conflicto interno.

Ambos aspectos apuntalan dentro de los textos la posición desigual y asimétrica que adultos y criaturas ocupan fuera de ellos, legitimando así la mirada hegemónica, y borrando cualquier atisbo de potencialidad subversiva que pueda tener la literatura como creadora de otros mundos posibles. Lo cual resulta muy relevante si tenemos en cuenta la importancia de la función educativa de la literatura infantil y lo que nos recordaba Lerer a través de la voz del filósofo Amrx Wartofsky «los niños son o acaban siendo lo que otros los inducen a ser, y lo que ellos mismos acaban asumiendo que son, en el curso de su comunicación social y su interacción con los demás».


Ilustraciones planas y autoras complacientes

Hasta ahora solo hemos hablado de los textos, pero estas obras suelen estar ilustradas porque su destinatario acostumbra a tener entre 2 y 10 años, y el mercado actual es profuso en obras ilustradas para estas edades.

En realidad, hay poco que decir de las ilustraciones. El relato visual que proponen es análogo al textual: plano, no aporta nada a lo que dicen las palabras. Se usa para apuntalar el texto a través de la expresión corporal y facial de los personajes. Una función del todo alejada de lo artístico, consistente en aclarar, en simplificar (más si cabe) las emociones que atraviesan a los personajes, en marcar los diferentes momentos de la trama para potenciar la supuesta identificación de la criatura con el personaje y facilitarles el camino para que no se pierda.

Si leemos las ilustraciones de los títulos hasta ahora citados, nos daremos cuenta de que la experimentación con los lenguajes artísticos y las técnicas no es una de sus características. Gran parte de los cuentos de emociones ofrecen ilustraciones que parecen sacadas de un banco de imágenes, sin ningún tipo de personalidad artística. Eso es muy evidente en las obras ilustradas por Eva Rami. Una ilustración despersonalizada con una función muy concreta: que el modelo sea reconocible, deseable y consumible. Si entramos en su web, veremos que además utiliza el mismo tipo de imagen para sus cuentos infantiles y para la creación de marca de producto.

Seguramente, la exploración más «atrevida» fue la de usar el collage para hablar del batiburrillo de emociones que el pobre personaje debía ordenar como se ordenan los números. Me refiero a El monstruo de colores de Anna Llenas. Pero los elementos más recurrentes en este tipo de historias son: dibujo de línea clara, personajes estereotipados, escenarios esquemáticos de colores brillantes y páginas satinadas. Como decía María Teresa Andruetto:

Para gustarle a «todo el mundo» hay que renunciar a cierta zona de particularidad y la literatura —el arte en general— es el reino de lo particular [...]. Las buenas obras, por lo menos en sus comienzos, circulan de un modo más restringido y secreto porque no responden al único juego de la oferta y la demanda.


Los cuentos de emociones se alejan del reino de lo particular para ofrecer productos de consumo rápido y fácil.

En parte, la estereotipación de las ilustraciones también está relacionada con el tipo de creadoras que trabaja en estos libros (son mayoritariamente mujeres). Provenientes del mundo del marketing o del coaching, muchas de ellas se describen a sí mismas ante todo como madres, cuya voluntad es la de educar emocionalmente a sus criaturas. Así, conciben sus obras como se concibe un mensaje publicitario, que debe comunicarse de forma eficaz. Y eso provoca un tipo de lenguaje textual y visual muy concreto, alejado de cualquier tipo de exploración artística.

Cierto es que una gran parte de la historia reciente de la literatura infantil es obra de padres y madres que estaban pensando en su parentela. Pero existen dos diferencias entre esos casos (muchos y muchas de ellas marcaron la historia de la literatura infantil occidental moderna) y las autoras de los libros de emociones actuales, dos diferencias básicas: el conocimiento de la tradición de la literatura infantil, y una voluntad de exploración estética. Nada tienen que ver las experimentaciones artísticas y la mirada atenta a las infancias de un Bruno Munari o de una Iela Mari con la producción de libros de emociones actuales, centrada además en problemáticas adultas. La mayor parte de estas autoras más allá de desconocer la historia de los libros infantiles, no buscan, con sus obras, explorar caminos creativos poco transitados, sino más bien todo lo contrario: ser eficaces a la hora de lanzar su mensaje.



CONCLUSIÓN

Este análisis da buena cuenta de algunos aspectos que parecen relevantes sobre los libros de emociones:

1) Que no se trata de libros neutros y sin ideología. Más bien todo lo contrario, puesto que sus estrategias tratan de elaborar un discurso unívoco que sencillamente trasvasa las posiciones de poder existentes fuera de los textos al interior de los textos literarios, lo cual acerca este tipo de libros a los viejos manuales de doctrina.

2) La calidad literaria de los libros es sumamente discreta, los textos suelen ser muy planos, pues no se prestan al juego literario, sino que buscan erigirse en guía, y eso le ciega al lector un espacio propio en que jugar con interpretaciones personales. Lo cual constituye toda una paradoja. Con lo importante que es el personalismo para el pensamiento positivo, los libros sobre emociones no permiten en ningún grado la interpretación personal, limitándose a exponer las interpretaciones validadas por los adultos.

3) Que no se trata de libros para niños y niñas. Su insistencia en transmitir un mensaje claro introduce un nuevo interrogante que me parece interesante: Semejante voluntad instructiva y normativizadora de las emociones, ejecutada de modo absolutamente adultocéntrico ¿De verdad se dirige a los y las pequeñas, o su auténtico receptor implícito son los adultos? De ser así, ¿tendría sentido referirse a ellos como libros infantiles? La respuesta, desde mi punto de vista, es clara: ni neutros, ni literarios, ni infantiles.


Lo que resulta más problemático de todo esto es que la ideología neoliberal del pensamiento positivo no afecta solo a aquellos títulos que se ocupan de manera explícita del «trabajo de las emociones», como los que hemos citado a lo largo del artículo, sino que el peso de sus postulados y de los de la educación emocional ha impregnado de modos diversos y más o menos sutiles, aunque firmes, la mayoría de catálogos editoriales infantiles, infiltrándose también en una gran cantidad de títulos con una intención estética aparentemente mayor. Alejarse de los mensajes y las maneras de hacer de este tipo de historias resulta cada vez más complejo. Pero esa es otra historia...




septiembre 17, 2025

Nuevas tecnologías y crisis de la lectura, la escritura y el conocimiento


Otto Gerardo Salazar Pérez y Edgar Talero, de @unillanos_
«El lenguaje oral, la escritura y el mundo digital: transición y relación con el conocimiento»

Journal of Research and Knowledge Spreading, vol. 6, núm. 1 (2025).

Journal of Research and Knowledge Spreading | Universidade Federal de Alagoas (@editoradaufal) | Delmiro Gouveia | Estado de Alagoas | BRASIL

Se incluye a continuación el artículo según su edición en PDF.

Véanse las referencias en la publicación original.

Revista de acceso abierto.


Imagen referencial. En Pexels, foto de Vlada Karpovich.


RESUMEN

El interés de este ensayo y la tesis que se plantea son las condiciones de crisis que generan las tecnologías relacionadas con la lectura y la escritura y su relación con el conocimiento, anunciada por tres intelectuales y pensadores: Rodolfo Llinás desde la neurociencia, Antoni Brey desde la ingeniería de las telecomunicaciones y Raffaele Simone desde la lingüística. El lenguaje no solo determina los modos de expresión, sino también los procesos de pensamiento.

Las tecnologías informáticas computacionales surgieron a mitad del siglo pasado con fuerza en tres áreas: las del lenguaje, el cálculo y el tratamiento y manipulación de imágenes. El uso de las nuevas tecnologías informáticas computacionales, como toda tecnología, va más allá del simple soporte: repercuten en la producción, conservación y circulación del conocimiento, que es al aspecto al que queremos referirnos, en especial, en la relacionado con pilar fundamental del lenguaje.

Palabras clave: lenguaje oral, escritura, mundo digital, educación.



EL LENGUAJE COMO REPRESENTACIÓN DEL CONOCIMIENTO

El lenguaje en sí mismo es una forma de conocimiento sobre la realidad. O digamos, es una estructura de representación de la realidad y como tal, constituye un conocimiento de esta. Tiene expresión en la función referencial que formula R. Jakobson. Hasta donde es posible, informa de algo de manera objetiva: «El agua hierve a 100° C sobre el nivel del mar»; «el terreno tiene 22 metros de frente por 17 de fondo».

También es conocimiento interior sobre las emociones, ideas o representaciones que pensamos y sentimos, como extensiones del mundo concreto. «La infancia despierta ternura», «La solidaridad es un principio de convivencia de los pueblos», etc. No tienen carácter tangible, pero hacen parte de nuestro marco social, cultural. Son dimensiones de nuestra subjetividad que se aquilatan en las transacciones diarias del lenguaje que establecemos con otros miembros de la comunidad.

La primera forma de proceder en el conocimiento de la realidad es a través de las palabras; las palabras parten de los «preconceptos», palabras que vienen a ser categorizaciones generales para designar grandes fragmentos de la realidad. Por ejemplo, al conjunto de árboles, sin discriminación y designación particular de ellos, se les asignó un nombre general de «bosque» o «selva» para todo el conjunto de los árboles, sin importar su naturaleza, variedad, tamaño, etc. Otro ejemplo podría ser el del agua. Todas las formas como se presentaba esta al ser humano: mar, río, lago, lluvia, cascada, etc., se engloban en un preconcepto, ‘agua’, antes de la particularización de las formas como se presentaba.

El lenguaje iba, así, a la par con el conocimiento. A medida que crece el horizonte de realidad, y se particularizan los elementos que lo componen mediante el acto de conocer, la lengua se ensancha y se especializa. El lenguaje parte así de un proceso clasificatorio, general en un principio, y particular en segunda instancia. Por ello, el lenguaje tiene un carácter convencional. Se crean palabras de manera concertada, en el sentido de negociar el sentido entre los hablantes hasta establecer y definir su significado para la comunidad de hablantes y sus reglas de expresión.

La memoria, la mente humana fue el soporte del lenguaje, desde hace unos cien mil años —que es el tiempo que estiman como origen del lenguaje humano varios estudiosos.

Walter J. Ong describe las psicodinámicas de la oralidad en los pueblos, las cuales, les permitía acumular conocimiento en formulas mnemotécnicas. Las mnemotecnias fueron un nivel muy refinado de estructuración del conocimiento que superó el nivel del puro lenguaje en palabras como expresión y formalización del conocimiento. No se trataba de la representación de la realidad solo en palabras, sino que se avanzó a una estructuración, a fragmentos de discurso que podían ser guardados y preservados en la memoria. Vendría a ser un segundo nivel de estructuración del conocimiento. Significó la posibilidad de transmitir con carácter fiel el conocimiento estructurado, no solo categorizado.

Este avance en el lenguaje no solo determinó los modos de expresión, sino también los procesos de pensamiento. Las primeras grandes culturas, como la mesopotámica, y griega, acumularon saberes y dieron forma y expresión a su pensamiento oral en fórmulas. Algunas consistían en la acumulación simple a través de conjunciones como «y», la definición formulaica de términos, la redundancia, la tradición, la referencia al mundo físico inmediato, el matiz agonístico, la homeostasis, empatía y participación, etc. Obras como la Ilíada, la Odisea y los primeros cinco libros de la Biblia, aunque hoy las conservemos por escrito eran oralidad pura, son una especie de arqueología de la oralidad.

La escritura, surgida hace unos seis mil años sobre tablillas de barro, brindó a la memoria humana el primer soporte fuera de nuestro cerebro para organizar en un tercer nivel de complejidad el conocimiento. Simone Rafaele, la denomina «la Primera Fase histórica del conocimiento». La escritura permitió la vasta y amplia acumulación de conocimiento que superó las fórmulas memorísticas establecidas y se adentró en estructuraciones lógicas y complejas propias de la escritura expresadas en las gramáticas de las lenguas.

Tuvo su impacto, igual, en las formas de expresión y los procesos de pensamiento, convirtiendo el conocimiento en algo preciso, fiable y fijo. Según Walter J. Ong, reestructuró de manera honda la consciencia en el ser humano y marcó el despegue hacia sociedades ilustradas, funcionalmente escolarizadas que permitieron la universalización del conocimiento y la disposición permanente y amplia del saber humano en grandes repositorios como las bibliotecas.

En el camino, relacionado con los cambios de soporte, la escritura y el conocimiento sufrieron sobresaltos. Los cambios de soporte, de las tablillas de barro al papiro y luego al papel y, posteriormente, a la imprenta, significaron amplias repercusiones que iban más allá del soporte, al implicar formas de relación, alcance, archivo y difusión del conocimiento. En cada caso, con la aparición de nuevos soportes, se sufrió una especie de crisis y acomodación del conocimiento.

En su momento, hace dos mil quinientos años, dejar la mente y migrar hacia un nuevo soporte físico externo a través de la escritura entre los griegos significó la clausura del saber tradicional, el debilitamiento de la memoria, la aniquilación del espíritu vivo de la palabra y cierta pérdida del sentido de comunidad en la plaza pública donde reinaba la palabra hablada: el ágora. Inicialmente, los escritores eran oradores vergonzantes que no podían sostener un discurso en la oratoria, por lo cual, escribían a escondidas o llevaban ocultos sus apuntes para recordar pasajes olvidados.

Una vez establecida la escritura como manuscrito —cultura caligráfica—, por unos dos mil años más, la forma de registrar, organizar y distribuir conocimiento estuvo limitada por la escasez de ejemplares. Reproducir un ejemplar, en manos de los escribas y copistas, tomaba hasta tres años, y el acceso a los manuscritos estuvo circunscrito por su precio y producción limitada. El conocimiento así circulaba lento, entre elites gobernantes o religiosas. La limitación de ejemplares imponía la lectura en voz alta, colectiva y memorística de un único ejemplar.

Los aspectos de comprensión y lectura crítica del texto surgieron con un nuevo soporte y una nueva técnica: la imprenta. Una revolución inadvertida, en términos de Elizabeth Eisenstein, citada por Raffaele, que «hizo del libro, hasta entonces carísimo e irreproducible, un bien de bajo precio y casi popular, que permitía a un público vastísimo el acercamiento a textos que hasta entonces solo podía oír contar oralmente». El monje de la orden pudo llevarse por primera vez, como una dispensa especial, ejemplares a su clausura para realizar una lectura solitaria y silenciosa. La comprensión se liberó del adoctrinamiento y este nuevo lector empezó a llegar a conclusiones por su propia cuenta, a comprender los textos bajo diversos sentidos y a enjuiciar y valorar el ejercicio escritor de los autores. «La Segunda Fase», en términos de Simone Raffaele. Sin embargo, este proceso refinado, no fue masivo y significó el surgimiento de especialistas. «Dada la importancia revolucionaria que adquirió, el libro ha sido durante muchos siglos, y sigue siéndolo, una especie de símbolo del conocimiento y de la cultura».


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Las tecnologías informáticas computacionales surgieron a mitad del siglo pasado con fuerza en tres áreas: las del lenguaje, el cálculo y el tratamiento y manipulación de imágenes. Llámese procesadores de texto, hojas de cálculo o programas de edición audiovisual. Según McLuhan, toda tecnología introducida en una sociedad termina afectando todo el espectro social y productivo.

El uso de las nuevas tecnologías informáticas computacionales, como toda tecnología, va más allá del simple soporte: sea escribir, hacer cálculos o procesar material gráfico. Repercutieron en relación con la producción, conservación y circulación del conocimiento, que es al aspecto al que queremos referirnos, en especial, en la relacionado con pilar fundamental del lenguaje. Los «soportes» o los «nuevos soportes» superan la condición instrumental y generan crisis en las formas y tecnologías previas.

Así como la imprenta en su momento aceleró los procesos de lectura, que se relacionan con la circulación masificada del libro, lo que generó condiciones nuevas que favorecieron el pensamiento individual y crítico, las nuevas tecnologías informáticas también generan una profunda crisis en las formas tradicionales de leer en libros y, a través de ellos, de acceder y circular el conocimiento.

El interés de este ensayo y la tesis que se plantea son las condiciones de crisis que genera las tecnologías relacionadas con la lectura y la escritura y su relación con el conocimiento, anunciada por tres intelectuales y pensadores: Rodolfo Llinás desde la neurociencia, Antoni Brey desde la ingeniería de las telecomunicaciones, y Raffaele Simone desde la lingüística.


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Empecemos por Brey, desde la ingeniería de las telecomunicaciones. En 2009, Antoni Brey —ingeniero de telecomunicación— publicó con los profesores de filosofía de la Universidad de Barcelona Daniel Innerarity y Gonçal Mayos el volumen La sociedad de la ignorancia y otros ensayos.

El ensayo de Brey discurre sobre la utopía y promesa de las «sociedades del conocimiento» que prometían la incorporación y uso de las nuevas tecnologías computacionales:

Muchos ciudadanos de a pie lo interpretan como el futuro deseable al que nos debe conducir las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones. [...] El discurso actual da por sentado que las nuevas herramientas para manipular y acceder a la información nos van a convertir en personas más informadas, con más opinión propia, más independientes y más capaces de entender el mundo que nos rodea.


Sin embargo, registra que estas, en buena parte, son usadas con fines de entretenimiento y han fomentado a la larga un estado general de ignorancia en virtud a las características de estos medios y nuevos dispositivos tecnológicos. «Cada medio de comunicación —evocando a McLuhan, afirma— posee unas propiedades específicas en cuanto a herramienta de acceso al conocimiento».

La televisión y el Internet, por ejemplo, son de bajo contenido reflexivo, generan una «acumulación exponencial de información, dinámicas desbocadas, de crecimientos acelerados» y «obsolescencia inmediata».

Para Brey,

Esta situación, paradójicamente, en lugar de permitirnos componer una visión cada vez más compleja y exacta del mundo en que vivimos, a menudo nos lo muestra más caótico y desconcertante. [...] En la práctica la información disponible y el saber acumulado se han vuelto completamente inaprensibles.


Básicamente, subraya Brey, comparados con los formatos impresos como el libro:

Constataron la idoneidad de los primeros —la televisión, el Internet— para proporcionar entretenimiento, en el sentido más amplio del término, pero señalaron sus dificultades, respecto a los segundos, para soportar argumentos racionales y reflexiones intelectuales de cierta profundidad.


Como reacción, se activa el desinterés frente a la complejidad y la aceptación por repetición intensiva de «visiones tópicas prefabricadas». Se renuncia al trabajo intelectual arduo que demandan los formatos impresos para echarse en brazos de formatos audiovisuales de superficialidad e inmediatez.

Están proliferando a nuestro alrededor individuos incapaces de concentrarse en un texto de más de cuatro páginas —enfatiza— personas que solo pueden asimilar conceptos predigeridos en formatos multimedia, estudiantes que confunden aprender con recopilar, cortar y pegar fragmentos de información hallados en Internet, o un número creciente de analfabetos funcionales.


De este habitar permanente en ambientes virtuales que proveen la televisión y los medios digitales, en lugar de conocimiento de la realidad surge la evasión. Afirma Brey:

El nuevo medio, en lugar de abrirnos a un conocimiento más amplio del mundo, resulta que nos impulsa a residir en otros creados a la medida de nuestras necesidades y temores. El espacio digital formado por los ordenadores y las redes de telecomunicación se presenta ante nosotros como una atractiva experiencia sensible en la cual residimos cada vez más tiempo. Su combinación con los nuevos tipos de relaciones personales por medios telemáticos está configurando un ambiente capaz de seducir a muchas personas, especialmente a las más jóvenes, que ante el desmantelamiento de los mecanismos y los protocolos de relación tradicionales optan por instalarse en este nuevo mundo donde es posible encontrar las emociones que la realidad, mucho más mediocre, no les proporciona.


Finalmente, como último punto, sumado a las tecnologías para uso del entretenimiento y no en función del conocimiento, el incremento exponencial de la complejidad del mundo, y la evasión de la realidad —a todo lo cual llama «comunitarismo autista»—, Brey trae a colación el factor determinante para una sociedad y sus individuos, el debilitamiento de pensamiento crítico como riesgo social.

El sentido de valores se ha invertido. Para Brey:

La ignorancia ha ido perdiendo sus connotaciones negativas hasta el punto de llegar a prestigiarse. Se ha disipado el pudor a mostrar en público la propia ignorancia, e incluso con frecuencia se exhibe con orgullo, como un aditivo más de una personalidad apta para gozar al máximo del hedonismo y la inmediatez que proporciona un consumismo desenfrenado. Ser ignorante no es incompatible, mi mucho menos, con tener dinero o glamour.


De todos los anteriores factores de crisis ante la emergencia de las nuevas tecnologías y medios masivos como la televisión surgen dos contracaras que se complementan y suman para el mejor gobierno y disposición de una fase del capitalismo avanzado que tiene en primera línea el consumo y el gobierno de las masas «ahítas, fascinadas y esencialmente ignorantes». Y de otra parte, la anulación de pensamiento crítico que pueda plantear mundos alternativos, visiones humanistas de carácter racional frente a un capitalismo desbordado, arrasador del medio ambiente.


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Igualmente, Rodolfo Llinás, desde la neurociencia, advierte la potencialidad y el peligro de las nuevas tecnologías y el mundo digital, que se referencia de manera fundamental en la virtualidad.

Para empezar, Llinás precisa la condición de virtualidad del cerebro humano como unidad central del sistema nervioso. Según Llinás, lo que percibimos a través de nuestros sentidos no es la realidad misma, sino producto de una interpretación en tiempo real de esa realidad, gracias a la sofisticación de nuestro sistema nervioso. Nuestra percepción es limitada y lo procesado es una virtualidad, y no la realidad misma. Esa misma percepción no solo opera hacia, fuera sino al interior de nosotros mismos —abstracciones—, y como una especie de conciencia de sí mismo, no es exclusivamente humana.

Llinás celebra la llegada de la Red —Internet— como «el mayor avance en la comunicación, solo superado por la invención del lenguaje escrito [...]. La Red es una estructura análoga al sistema nervioso, puesto que en cierta medida parece funcionar resolviendo el problema de la unificación de la sociedad».

Sabemos que los medios de comunicación y la publicidad que los sustenta tienen mucho que ver en ello, pero para Llinás, el advenimiento de la Red y un potencial perfeccionamiento de esta en el futuro redobla el peligro: «A medida que la Red se haga más eficiente, estas maquinaciones influirán profundamente la autopercepción y se redefinirá el concepto mismo de ‘sí mismo’. Esto en menoscabo de la capacidad de discernir, de la identidad individual y del dominio de nuestras ideas».

El uso de las nuevas tecnologías computacionales, de otra parte, amplifica la experiencia virtual de nuestros cerebros y nos acerca a experiencias de alienación. Puede resultar como algunas drogas.

Si los problemas sociales de las drogas que alteran la mente son graves —afirma Llinás—, imaginemos lo que sucedería si, comunicándonos virtualmente con otras personas reales o imaginarias, no solo mediante el sistema visual sino mediante todos los sistemas sensoriales, nuestros sueños se volvieran realidad.


Y puntualiza Llinás: «lo que debemos temer es la posibilidad de que, con mejores formas de comunicación con los demás, la interacción con el mundo externo deje de parecernos atractiva». El mundo digital y la virtualidad que ofrecen en formatos de videojuegos, aplicaciones de «scrolleado» largo y profundo de un conjunto de aplicaciones de redes sociales, soportados en algoritmos, capturan la atención y el tiempo de los usuarios por horas, brindando entretenimiento, cápsulas de saber e información general superficial.

En términos de uso, para ser exitosos, evitan los temas de controversia y profundidad y anulan el pensamiento crítico de los sujetos, lanzándolos al mundo del consumo, la inconsciencia y el adormecimiento social.

El peligro, para Llinás, consiste precisamente en la predisposición a la «virtualidad» de nuestros cerebros. La promesa de mundos superficiales, algodonados, de evitación del conflicto, la problematización y la autonomía de los sujetos puede abrir las compuertas a que amplios sectores sociales se lancen a abulia y el consumo autómata.


***


Finalmente, desde la lingüística, para Raffaele Simone, «La Tercera Fase, formas de saber que estamos perdiendo, ha sido puesta en marcha por la aparición de la informática y la telemática», y significan «un cambio de modalidad del lenguaje que está desplazando el acento desde formas estructuradas y precisas a formas genéricas y desestructuradas» del conocimiento inducidas por las nuevas tecnologías.

Su tercera «Fase» debemos encadenarla a las anteriores que predica: la primera, el invento de la escritura; la segunda, el invento de la imprenta; la tercera, la aparición de la informática. En esta última, siglos XX y XXI, para Simone: «se ha producido una degradación cualitativa del saber general». En qué sentido y cómo: para Simone, el motor de cambio de la tercera fase son la televisión y el ordenador.

Y el peligro surge del impacto indiscriminado y no razonado. «Hasta quien nunca ha ido al colegio o leído un libro puede absorber algún conocimiento, información u opinión de las imágenes de la televisión».

La escritura —sostiene, en cambio— nos permite expresar un saber más articulado, más refinado, más complejo —quizá porque activa una forma específica de funcionamiento de la inteligencia—. Hasta es posible que dicha complejidad y sutileza haya sido precisamente creada por la escritura, por una especie de extraordinario círculo virtuoso.


Para Raffaele Simone, el conocimiento en su Tercera Fase es menos articulado y sutil. La conversión técnica de estos cambios tiene un impacto consecuente con el cambio mental. Termina con una admonición un tanto pesimista:

Es posible que, con las nuevas modalidades de conocimiento, se lleguen a activar nuevos módulos o nuevas funciones en la mente; al mismo tiempo, viejos módulos y funciones, que sin darnos cuenta hemos tenido activados durante siglos, volverán a un estado de reposo, y quizás permanezcan así para siempre.


En una sana dialéctica de discusión pese al peso de los argumentos de estos tres autores, debemos examinar si existen argumentos contrarios o que los controviertan. Hace dos mil quinientos años, Platón, con un pie en la tradición oral y el otro en el nuevo mundo de la escritura, cuestionaba la escritura como hoy en día se tienen prejuicios y recelo frente a las nuevas tecnologías digitales que asumieron, de manera vicaria unas veces, y otras, de forma sustitutiva la gestión del conocimiento por parte de los humanos a través del recurso de las tecnologías de la palabra que han devenido en un crecimiento incremental y de máxima sofisticación.

Obviamente, en el paso de la oralidad a la escritura, hubo pérdidas y ganancias, como lo señalaba el filósofo ateniense. Sin embargo, fue gracias a la escritura, y no a la oralidad, como conocemos en detalle su posición y argumentos.

Y hoy, con las nuevas tecnologías, el panorama es análogo. La tarea siguiente es conocer y esclarecer los argumentos en favor y el reconocimiento de evidentes beneficios que vienen aparejados con el uso de los nuevos recursos digitales para la gestión de conocimiento a través del lenguaje.