David Pérez Rodrigo
«Performatividad y experiencia corporal en la lectura de los libros de artista»
Revista Sonda, n.º 13 (2024).
Revista Sonda. Investigación y Docencia en las Artes y Letras | Universitat Politècnica de València | Facultad de Bellas Artes de Valencia | Departamento de Dibujo | Valencia | ESPAÑA
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RESUMEN
Los libros y los textos de artista, ya sean individuales o colectivos, parten de un punto común evidente: ambos poseen un carácter textual y una autoría realizada por artistas. No obstante, en sus planteamientos conceptuales y en sus resoluciones formales estas dos realidades discursivas presentan diferencias y especificidades que, siendo también muy evidentes, resultan paradójicas. Este hecho se debe a que ambos fenómenos se ajustan a tipologías poliformes. La consecuencia que genera esta circunstancia es la promiscuidad y multiplicidad discursivas que fácilmente se observa tanto en los textos como en los libros de artista. Si en el año 2012 pudimos analizar las tipologías de textos de artista en el volumen Dicho y hecho. Textos de artista y teoría del arte, en estos momentos deseamos plantear este fenómeno en los libros de artista. Ahora bien, estudiar en su conjunto esta realidad es algo que ha sido efectuado recientemente por el profesor Javier Maderuelo en el libro Arte impreso, publicado en 2018. En este pormenorizado estudio, el autor realiza un análisis del libro de artista, situándolo dentro de una clasificación más amplia e integral. Esta clasificación es la utilizada en el propio título de su estudio, ya que la misma agrupa toda la diversidad existente dentro del ámbito de edición, autoedición e impresión artísticas. Su indudable aportación hace que el presente artículo no se dirija hacia ese objetivo. Nuestro análisis, por el contrario, desea plantear una cuestión específica del libro de artista. Y hacerlo, además, tomando como referencia dos obras de dos mujeres artistas conceptuales: Esther Ferrer y Fina Miralles. La cuestión específica aludida se centra en el sentido performativo que suscita el concepto de lectura aplicado al libro de artista. Un concepto que, al ser interpretado desde la corporalidad y la fisicidad, intentamos fundamentar tomando como referencia un planteamiento filosófico que se basa, especialmente, en las aportaciones de Maurice Merleau-Ponty y Jacques Derrida.
Palabras clave: libros de artista, performatividad, lectura físico-corporal, escritura transdisciplinar, posibilidad del suceder.
DESCOSER LOS LIBROS Y LOS TEXTOS DE ARTISTA
El conjunto de producciones editoriales que suele englobar la noción de texto de artista, agrupa una serie expandida de propuestas de significación de índole analítica que se hallan sustentadas en aportaciones tan diversas como entrevistas, diarios, correspondencias epistolares, manifiestos, proclamas, artículos, transcripciones de conferencias y de otras intervenciones orales, manuales técnicos, ensayos de carácter estético, etc. Un elevado número de estas aportaciones responde en la mayoría de los casos a un interés de sistematización conceptual mediante el cual se intenta ofrecernos una reflexión, ya sea sobre la propia producción artística o sobre una determinada noción y/o posición estética.
A pesar de su aparente claridad, no ha de olvidarse que la apreciación que acabamos de llevar a cabo no puede generalizarse de forma mecánica a dietarios e intercambios epistolares ni tampoco a determinadas entrevistas. Si es así, se debe a que tratamos de acotar los textos de artista eludiendo de forma consciente cualquier equívoca oposición entre reflexiones habitualmente calificadas como teóricas y aportaciones consideradas como prácticas, ya que tal dicotomía nos estaría precipitando de modo inexorable en un discurso binario de simplificadoras y erróneas exclusiones dualistas que se encontraría obviando no solo la realidad del ensayo en tanto que experimentación —es decir, en tanto que reto discursivo y tensión escritural—, sino también el sentido de la propia experimentación como ensayo, es decir, el hecho del experimentar como acción y correlato del ensayar.
De este modo, si el propio decir es una forma de hacer y el hacer constituye una forma de decir, ello deriva de que, desde un planteamiento derridiano, un texto podemos reconocerlo como tal no solo «si esconde a la primera mirada [y] al primer llegado la ley de su comprensión y la regla de su juego», sino también si «permanece además siempre imperceptible» y sin actuar como salvaguarda de «lo inaccesible de un secreto», lo cual posibilita el requerimiento de «que leer y escribir» estén respondiendo a «un solo gesto, pero desdoblado», un gesto unitario que «no designa ni la confusión indiferenciada ni la identidad», puesto que los hilos con el que ambos actos se tejen, reclaman ser descosidos.
Ahora bien, el cuestionamiento de la citada dicotomía permite que la propia noción de libro de artista y, en especial, nuestra relación con el mismo y con el juego que nos propone y al que nos incita, adquiera una particular resonancia. Una resonancia que, desde un primer momento, toma como punto de partida dos constataciones bastante evidentes que, no por su obviedad y carácter genérico, debemos soslayar.
La primera de estas apreciaciones se basa en el hecho de que el libro de artista comparte con cualquier producción discursiva, no importa que responda o no a una formulación plástica, un carácter textual —una textura, podría decirse— que ayuda a poner de relieve una doble cuestión. Por un lado, la que afecta a la propia condición textual del mundo, entendido como propuesta de significación —y también de imposición— cuya configuración semántica elaboramos desde un determinado orden simbólico. Y, por otro, la que alude a la paralela condición del texto como mundo en sí mismo, es decir, como universo que alberga una plural simultaneidad de sentidos.
La segunda constatación que también nos está ofreciendo el libro de artista, se centra en la diáspora significante que ofrece el mismo. Una diáspora —en verdad, una simultaneidad tipológica en lo concerniente a su resolución— que se sustenta en las constantes transformaciones que articulan los límites de este concepto en tanto que proceso de investigación y desarrollo plásticos cuyos resultados, tan multiformes y divergentes, se muestran especialmente escurridizos y maleables en relación a otras manifestaciones artísticas que se articulan, al menos en principio, desde parámetros formales y procesuales que pueden encontrarse dotados de una mayor estabilidad y/o perdurabilidad temporal (Imágenes 1-2 y 3-4).




La dispersión observable en soportes, materiales, técnicas e, incluso, en el propio valor de mercado, fue lo que llevó al profesor Javier Maderuelo a plantearse, en un más que interesante y sistemático ensayo, la necesidad de cartografiar esta proteica realidad desde una amplia perspectiva taxonómica. La misma, derivada de los problemas de catalogación y ordenación suscitados en el Archivo Lafuente y en su abundante colección de materiales y documentos artísticos relacionados con los libros de artista, le condujo a tomar como punto de partida lo que parece ser el rasgo específico que comparte toda esta producción: su carácter impreso y, en principio, reproducible. Un rasgo, tan solo superficial en apariencia, que más allá de posibles simplificaciones, reduccionismos y lecturas triviales, no debemos orillar, ya que el mismo constituye un arranque discursivo desde el cual se puede vertebrar un fenómeno tan múltiple como el propiciado por el libro de artista. Y ello a pesar no solo del convencionalismo que supone cualquier clasificación y de cómo el «resultado de la indagación puede resultar más desconcertante que esclarecedor», sino también a pesar de la propia complejidad conceptual que —dadas las contradicciones que se generan—acarrea cualquier categorización relacionada con las prácticas artísticas contemporáneas y su ambigua, aunque institucionalmente más que aceptada, subversión discursiva.
En relación a esta pretendida insubordinación, no hay que olvidar que la misma se ha encontrado sustentada en la diversidad de un progresivo academicismo de la ruptura que, en las últimas décadas, se ha visto apoyado, siquiera sea en parte, por la vertiginosa proliferación de espacios museísticos, así como por el respaldo mediático- turístico recibido a través de certámenes, ferias, bienales, etc. Hecho que no debe hacernos pasar por alto, tal como sugirió la fundadora y directora de Art Press, que esa proclamada diversidad que intenta ser legitimada, implica tanto «la homogeneización de las elecciones estéticas», como «la adopción simultánea y ubicua de los mismos estereotipos».
Sin embargo, y aun asumiendo el riesgo que necesariamente comporta todo estereotipo analítico, el empleo terminológico de una noción como la de arte impreso —utilizada no tanto por el deseo de acuñar un nuevo género, como por el de «comprender y apreciar» unas «manifestaciones que quedan huérfanas en la historiografía más tradicional»—, posibilita, a juicio del profesor Maderuelo, una reflexión más sistemática dirigida hacia el estudio de «una variada producción que hasta ahora era situada en los márgenes del «gran arte», aquel que se vende en las galerías». Una producción, conviene precisar, que, basada fundamentalmente en su reproductibilidad, va a permitir aproximarnos a una realidad en la que se distinguen dos grandes ámbitos. El primero es el que concierne a aquellas «piezas que han sido impresas en cualquiera de sus procedimientos y materiales, no solo con una imprenta convencional y no solo sobre papel». Junto a este primer ámbito, también encontramos un segundo que es el que guarda relación con ese «otro tipo de piezas que, aun no siendo impresas, tienen una estrecha relación con los trabajos de imprenta o con la reproductibilidad y que resultan indispensables para conocerlo».
Debido a ello y siguiendo a este autor, el uso de la mencionada terminología ayuda a establecer un conjunto de obras que se ajustan a seis diversas tipologías: «1) Libros de artista y libros-obra. 2) Catálogos de exposiciones. 3) Publicaciones periódicas: revistas, fanzines y assemblings. 4) Múltiples, series y monotipos. 5) Impresos efímeros: tarjetas y carteles. 6) Arte postal, proyectos y otros documentos próximos al impreso».
INTERDISCIPLINAR VS. TRANSDISCIPLINAR: DESTERRITORIALIZACIÓN, NO MAN’S LAND Y PERFORMATIVIDAD
Las consideraciones efectuadas —sobre las que no vamos a insistir, dado que efectúan un análisis bastante completo de la situación y de su complejidad— inciden básicamente en una dirección reflexiva que puede resultarnos de utilidad para nuestros objetivos. Nos referimos no tanto al carácter interdisciplinar que posee el libro de artista, es decir, al sentido que suscitan unas prácticas y materiales que emplean recursos disciplinares asentados y que, al hacerlo, parece que tienden a reforzar la naturaleza autónoma de dichas disciplinas; como a su inherente orientación alterada o expandida —por utilizar una vez más la clásica definición kraussiana acuñada por esta autora en 1979 para la revista October—. Una orientación que en su elasticidad y problematicidad nos aboca a cuestionar compartimentos esencialistas y purezas ontológicas y que, por consiguiente, nos precipita en el ámbito de lo transdisciplinar, es decir, en un territorio con vocación disolutiva e intencionalidad desterritorializada que se configura desde un discurso asentado en hibridaciones fronterizas y en (con)fusiones colindantes.
Enfrentarnos a un espacio dotado de un carácter tan poliédrico nos lleva a deambular por una realidad de orografía sinuosa en la que el manejo transgresor de un volumen o la elaboración de una propuesta textual sometida o no a una seriación, genera no solo una lectura que se halla habitada por espacios, sino también la posibilidad de un espacio que se ve desbordado de lecturas (Imagen 5).

Un hecho que, a través del entrecruzamiento transversal de ecos y conceptos que concita —de realidades próximas que buscan su conexión y que paradójicamente se alejan—, resalta la inherente promiscuidad del fenómeno y el riesgo reduccionista que supone, pese a la porosidad tipológica a la que acabamos de hacer mención, la simplificación unitaria de una delimitación que no debe opacar la lógica variedad de posicionamientos estéticos y conceptuales que alberga el libro de artista o cualquier otra modalidad de arte impreso a la hora de proyectarse y resolverse. Posicionamiento y diversidad heteróclitos que recogen, por una parte, la herencia de la calificada por Juan Hidalgo y ZAJ como Galaxia Duchamp y, por otra, la de ese sistema estelar múltiple, plagado de asteroides, que surgirá tras la eclosión de Fluxus y su corolario de piezas transformadas en procesos, de procesos mutados en objetos, de objetos revestidos de actitudes y de actitudes devenidas no solo formas, tal como en 1969 instauró Harald Szeemann en su conocida exposición, sino convertidas en acciones y reacciones.
Desde esta perspectiva, y al margen de la ya mencionada con anterioridad reproductibilidad de todas estas obras y, especialmente, de la manida pluralidad blanda que, a modo de eclecticismo débil, puede desactivar el sentido revulsivo de la transversalidad, hay un hecho que, por ello mismo, no puede orillarse. Estamos aludiendo a la intrínseca invitación al uso, es decir, a la necesaria manipulación que concita una lectura que, entendida como activación performativa y espacio del gesto y del habla (Imágenes 6-7), huye de cualquier aproximación despojada de tactilidad y que, en función de ello, se fundamenta, si se nos permite la apropiación terminológica, en un pensar que también se ubica en la mano y en la consiguiente capacidad discursiva que genera.


Dicha invitación al uso, apoyada en la convivencia de heterogeneidades, se acomoda sobre la constatación de un hacer expandido, es decir, sobre un leer y un pensar performativos. Esta performatividad suscita que la lectura del libro de artista parta, de entrada, de una fisicidad y de una carnalidad —si se retoma la noción desarrollada por Maurice Merleau-Ponty— que se vincula tanto a un necesario devenir que sucede en la temporalidad de nuestra acción y, por ello, en el transcurrir de nuestra intervención, como en nuestra sensible espacialidad.
Al respecto, recordemos que tres años después de haber sido publicada la primera edición de la Phénoménologie de la perception, el pensador francés pronuncia, durante los meses de octubre y noviembre de 1948, una serie de conferencias en la radio nacional de su país donde expone de manera didáctica algunos de los postulados contenidos en su ensayo. En estas alocuciones incidirá muy especialmente en la imposibilidad de un espacio carente de cuerpo y situación —de percepción e inclusión—, puesto que todo espacio se halla «orgánicamente ligado a nosotros» desde el instante en el que no somos «un puro objeto desencarnado». Dicha circunstancia, precisamente, será la que determine que nuestra relación con el mundo —o, si prefiere, que nuestra lectura y escritura del mismo, nuestra carnalización— requiera un previo cuestionamiento: el que conlleva la idea de un mundo ya dado, un mundo en el que «las cosas no son simples “objetos neutros” que contemplamos».
No obstante, reconocerse como situación —algo que pensamos que no ha de equiparse automáticamente con el dasein heideggeriano— no solo dota de carnalidad a nuestro leer y a nuestro coescribirnos, puesto que nos está ofreciendo la posibilidad de dar un paso más allá, un paso que nos sitúa en un terreno en el que la clásica apertura teorizada hace ya más de medio siglo por Umberto Eco en Opera aperta, puede asumir una complejidad muy diferente a la enunciada en aquel momento.
En este sentido, la manipulación a la que obliga el libro de artista —al activar una gestualidad implicada que no solo nos compromete a un nivel mental— desborda el sentido habitual del participar, entendido como actividad desafectada y simple concurso, o sea, como concurrencia que, en verdad, ni concierne ni convoca y que, como en otro contexto muy diferente apuntó Jean-Luc Nancy, solo toca sin tocarnos. Desde esta perspectiva, que es la que determina que en la actualidad lo táctil tan solo se admita y regule a través del roce de la pantalla y de la virtualidad, el libro de artista actúa como resistencia ante un orden infocrático que, apelando al dictum tecnomediático, promueve una seudoparticipación sustentada en la pasividad. Un orden, por ello, en el que el hecho de participar —que no de implicarse— queda reducido a una mera estrategia de motivación y de captación en la que el hacer —transformado en conducta pasiva y emocional dirigida al consumo de una elección— se sustenta en la desafección.
Los libros de artista, sin embargo, buscan escabullirse de ese decir y de ese hacer. De ese decir que es la lengua de lo ya hablado —de lo ya formulado— y que, por tanto, es el decir de lo no hablante, o sea, de lo no que no busca ser reformulado. Un decir —un dictum no cuestionado— que de forma ordenada y disciplinada nos sitúa, en palabras de Marina Garcés, «como electores, como consumidores, como público incluso interactivo» y, por ello, podríamos añadir, como público interdisciplinado y multidisciplinado.
A su vez, y como correlato de este decir, nos encontramos con un hacer que la participación resuelve en un hacer de lo ya hecho. Un hacer que elude la reacción —la posibilidad de rehacer—, puesto que únicamente intenta despojarnos de nuestra capacidad de «entrar en escena no para participar de ella y escoger alguno de sus posibles, sino para tomar posición» y así desarticular «la validez de sus coordenadas».
La lectura a la que se nos impele o, si se prefiere, el hacer de una escritura que intenta deshacernos y que se deletrea desde la acción de una lectura que, asimismo, es la lectura de una acción, conlleva que nociones como las de suceder, acontecer y posibilidad actúen como parámetros hermenéuticos que pueden permitirnos anclar el sentido con el que deseamos concluir la presente aproximación al libro de artista.
CONCLUSIONES (HABITAR EL SUCEDER, CONJUGAR LO IMPOSIBLE)
Tomar la lectura como acción y la acción como hacer de lo legible supone habitar un suceder (Imagen 8). Puede, por tanto, resultar de interés retornar una vez más a Merleau-Ponty y recordar ahora un breve ensayo editado póstumamente en 1964, un texto, el último que llegará a escribir y que finalizará —pocos meses antes de fallecer al año siguiente— durante el verano de 1960. El ensayo, en el que parcialmente se aborda la obra de Paul Cézanne, vuelve sobre algunas ideas que ya hemos mencionado, concretamente sobre la noción de inmersión espacial y espacialidad inmersiva. Asimismo, como buen lector de René Descartes, Merleau-Ponty incide en otra apreciación constante en sus reflexiones: frente a lo argumentado por aquel en la Dióptrica, el espacio ya no debe concebirse ni como «una red de relaciones entre objetos» ni como una realidad que puede quedar delimitada desde la geometría. Por el contrario, el mismo se configura como «un espacio contado a partir de mí como punto o grado cero de la espacialidad», lo cual trae consigo que no pueda ser percibido «según su envoltura exterior», sino «desde dentro», puesto que al permanecer «englobado en él [...] el mundo está alrededor de mí, no delante de mí».

El espacio, por consiguiente, es leído como una invitación que llama —según se desprende del inicio del citado texto— a que el mismo sea habitado. Algo que no significa exactamente que el espacio devenga ámbito para la ocupación, es decir, que surja como realidad concebida para el dominio o como instrumento dirigido a la cuantificación, la medida o el control. En función de esta idea, se puede colegir que habitar en el espacio y, particularmente, habitarnos en él, pone de relieve el hecho de que el pensamiento «se resitúe en un “hay” previo», un haber que es el del «suelo del mundo sensible y del mundo abierto tal como son en nuestra vida, para nuestro cuerpo».
De este modo, el libro de artista —y repetimos de nuevo lo señalado con anterioridad— requiere, al ser considerado como espacio de lecturas y lectura habitada de espacios, un leer performativo que nos está sucediendo y, por ello, transcurriendo y que proviene tanto de la corporalidad vinculada a su discurso, como del discurso corporal que suscita (Imagen 9).

Ahora bien, ¿de qué modo se articula ese suceder? O, si se prefiere, ¿qué conlleva el mismo y de qué rasgos semánticos se impregna? El suceder hemos de entenderlo no tanto como una acción transitiva —el hecho de que algo se produzca tras algo—, sino como un verbo reflexivo dotado de un cierto matiz pasivo. Debido a ello, lo que nos sucede, o sea, aquello que nos acaece o transcurre, se sitúa fuera de un ocurrir que tendemos a conceptualizar e, incluso, a hacer depender o de nuestra actividad o de una circunstancia accidental. En otros términos, el suceder se ubicaría al margen de aquello que, si se nos interpela, no solo pensamos que estamos ejecutando, realizando o llevando a cabo, sino también al margen de lo que se puede circunscribir a una fortuita o adversa eventualidad.
Esta aparente paradoja, derivada de un realizar al que solemos destinar nuestra consciencia, así como un pertinaz y, en ocasiones, afanoso esfuerzo, surge como tal, dado que el hacer se encuentra básicamente enfocado o bien hacia el producir —entendido como proceso para la consecución de un fin— o bien hacia la acumulación de sucesos y hechuras —de sucesos que, en verdad, no llegan a suceder y de hechuras que únicamente se cifran en resultados—.
En el presente contexto el suceder asume un sentido trastornador, ya que se nos presenta con un carácter contratemporal que conlleva una puesta en cuestión del tiempo uniforme y sin fisuras de lo igual, un tiempo que sustancialmente se vertebra desde la erosión experiencial. Es decir, y retomamos aquí las palabras de Gad Soussana pronunciadas en 1997 con motivo del seminario dedicado a Derrida y al concepto de acontecimiento en el Centro Canadiense de Arquitectura, «un tiempo sin cronología —ni lugar— [...] que desafía el tiempo hasta el punto de hacerlo posible» y que nos adviene como «incendio invisible que arde permanentemente, invisible y que no se quema».
De este modo, el suceder podemos resignificarlo como actividad en la que nada se estaría realizando ni ejecutando, pero en cuya inacción —tan solo aparente—, todo bulliría y se agitaría. Partiendo de esta afirmación, ¿desde qué planteamiento conceptual asumiríamos la pertinencia de este engarce e imbricación?
Al respecto, podemos responder, si volvemos a Derrida y a su intervención en el mencionado seminario, que en el ámbito del suceder la actividad e inactividad se vinculan al fenómeno de lo posible y, por ende, al de lo imposible. Un fenómeno que pone de relieve cómo lo imposible no «es solamente lo contrario de lo posible, sino «que es también la condición o la ocasión de lo posible.
Un im-posible que es la experiencia misma de lo posible». Por este motivo, lo imposible de la lectura del libro de artista surge como oportunidad, es decir, como ámbito de apertura e indeterminación que convoca una disponibilidad encaminada no al hacer, sino a que ese hacer pueda hacerse, algo similar, por otro lado, a lo que también ocurre con el concepto de acontecimiento, puesto que este requiere «que jamás sea predicho, programado, ni siquiera verdaderamente decidido» y que aunque «tal vez ha tenido lugar [...] sigue siendo imposible».
En definitiva, la experiencia de leer un libro de artista —de hacer el libro con nuestra lectura— conlleva dotar al mismo de cuerpo y gestualidad. De un cuerpo que nos escribe y de una gestualidad que lo reescribe y que, por ello mismo, concierne a un suceder que podemos considerar como previo a la construcción de la propia realidad. Esto hace que el libro nos acoja y que, a través de la resolución de su mestizaje formal, de su mixtura e inherente porosidad, nos precipite en el espacio performativo de lo que interfiere y es interferido.