Francisco Javier Gil
«Poéticas de lo cotidiano, estéticas de la vida»
Nómadas, n.º 46 (2017)
Nómadas | Universidad Central | Instituto de Estudios Sociales Contemporáneos (IESCO) | Bogotá | COLOMBIA
Extracto de páginas 215-217 de la publicación en PDF. Véanse las referencias en la publicación original.
La expresión artística nunca alcanza a nombrar plenamente aquello hacia lo que tiende, queda un resto inalcanzable que se muestra como balbuceo. Desde allí, desde esa impotencia, como lo ha señalado Agamben, las artes se resisten a las lógicas productivistas que reducen todo quehacer a resultados predecibles y anticipables. Lo artístico, por lo general, no encuentra final ni cierre, se resiste a ser producto, incluso se resiste a ser significación.
El decir poético da a ver esa trama de potencia e impotencia. La imperfección, la imprecisión y la ambigüedad le son constitutivas. En términos de Agamben, «salvación de la imperfección en la forma perfecta». Pero tras esa imperfección palpita la vida, emerge un decir otro que se resiste a ser objeto de fácil consumo. Las lógicas propias del mundo de la planificación, tecnificación y mercado aplanan la vida a partir de la imposición de lenguajes tendientes a automatizar las respuestas sin detenimientos ni mediaciones.
Son lenguajes que se autoreferencian y autovalidan apuntando a una operatividad eficaz que reduce todo a una gran instrumentalización. Por ello, las políticas de conocimiento no son ajenas a las políticas de vida, la hegemonía de un cierto orden cognitivo y discursivo de tipo tecnocientífico aniquila las singularidades y subordina una gran pluralidad de saberes, modos de pensar, decir y conocer. El arte es resistencia a una experiencia atrapada en resultados, formalizaciones, lenguajes y modelos cognitivos que no hacen justicia a la incesante pluralidad de la misma vida.
Es la posibilidad de un decir con cuerpo, un decir ligado a lo que no se sabe pero se siente, en el límite de lo decible y atento a lo indecible. La palabra del arte —como la vida misma— es insegura, imprecisa y contradictoria. Cuando se nombra el dolor, el goce, la memoria, lo posible y lo imposible, la palabra roza sus límites. Es distinto representar una verdad externa, que un «decir de verdad», en este caso algo íntimo puja por expresarse y lo hace subvirtiendo clichés y generalizaciones.
Al poner en juego situaciones que fracturan la existencia, ese deseo de decirse clama por una expresión creadora que rebasa cualquier lenguaje formateado o prefabricado. «El estereotipo es ese lugar donde falta el cuerpo, donde uno está seguro que éste no está». El deseo de simbolizarse desde lo sensible rebasa la simple expresión estética y placentera. Allí la experiencia del mundo y la experiencia de sí mismo se dan al unísono, es decir, se configura y trasciende lo que somos, sentimos y pensamos.
Sin esa potencia se impide la posibilidad de nombrar y transmutar el dolor, y de paso se bloquea la necesaria solidaridad compasiva frente al dolor de los demás. Hay situaciones en las que la vida pide una expresión más íntima e intensa y no parece ser suficiente un respaldo jurídico o argumentativo. La imposibilidad de decir lo sentido hace parte del mismo sufrir.
Lo sensible, más allá del arte
Las estéticas relacionales son ya una tradición en el campo de las artes, fundamentalmente a partir del texto clásico de Nicolás Bourriaud, Estética relacional. Con esa denominación impulsó prácticas artísticas focalizadas en crear situaciones relacionales y, consecuentemente, alejadas de las clásicas obras de arte. En otros términos, la intersubjetividad desplazaba al objeto u obra. Aspiraba a dinamizar una socialidad alternativa mediante prácticas que incluían meetings, comidas, conciertos y acciones de tipo colectivo.
No obstante, esa pretensión quedaba circunscrita a los espacios tradicionales del arte, y con ello sus posibilidades eran igualmente limitadas, tan limitadas como son las lógicas de producción, distribución y recepción de la institución «arte». En el fondo resultaban un producto más de la institucionalidad artística sin alcanzar a incidir en la vida colectiva y en los modos de reparto de lo sensible. En este contexto nos interesa señalar una estética que desborde ese ámbito, nos parece importante encontrar lo sensible y la relacionalidad como una dimensión propia del vivir cotidiano de cualquier persona o colectividad.
El arte y lo poético no solo suceden en ciertos objetos denominados «artísticos», están en el vivir mismo, en el ejercicio de la sensibilidad e imaginación cotidiana. Desde lo sensible se configura otra relación con la existencia: es el lugar de exposición, presencia y apertura ante los otros. Podríamos hablar de una estética relacional en tanto que el cuerpo de entrada se encuentra con el otro, con otros cuerpos. Ser cuerpo es estar fuera de sí, inserto en una trama relacional, en una zona de encuentro y vulnerabilidad.
La vida más que objeto de un conocimiento distante nos interpela como presencia, llamándonos a contraer una relación intensa con esta. Esa condición relacional no es algo añadido, producto de una intención, propósito o programación, es parte del mero hecho de existir en tanto que existir es estar abierto al mundo. Marina Garcés, desde una filosofía más situada en el cuerpo, en la vida social y en el hecho de descubrir y construir un mundo común, ha enfatizado suficientemente en esa condición. Para ella, el «nosotros» no es un artificio, las relaciones con los otros están implícitas en el hacer juntos y vivir juntos, se arraigan en la misma materialidad de la vida.
La relacionalidad es la propia realidad, no es un dispositivo simbólico sumado a la vida: «El otro está ya en el aire que respiramos, en el acento de nuestras palabras, en los órganos de nuestro cuerpo, en los objetos que manipulamos, en cualquiera de nuestras acciones». En suma, los otros no están ante mí sino en mí. La autora hace ver que lo común, lejos de ser un asunto identitario, aparece naturalmente desde que la persona ejerce lo sensible y lo estético.
Estas dimensiones nos definen como sujetos expuestos, vulnerables, afectados, y desde esa afección la vida se torna motivo de pensamiento y acción. «Ser afectado es aprender a escuchar acogiendo y transformándose, rompiendo algo de uno mismo y recomponiéndose con alianzas nuevas».
El plano sensible, entonces, hace que abramos lo poético y la creación a ese otro mundo más anónimo e inapropiable. En el espacio cotidiano encontramos una creación silvestre, afirmada desde las intensidades sensibles e imaginativas que cualquiera ejerce sin otra finalidad que el gozo de vivir o las ganas de ir más allá de lo que se es. También se poetiza y transforma la existencia, cocinando, tejiendo, soñando, celebrando, jugando, conversando, riendo. Podemos hablar de una resistencia poética que posibilita que la vida se manifieste desde dimensiones diferentes a la lógica productivista y planificada.
Es importante, situándonos más allá de los encuadres institucionales, expandir lo que entendemos por «imagen artística». También hay una expresión poética en los gestos cotidianos, cuando un falso movimiento, una torpeza, un arrebato, anuncian algo irrepresentable; o en los bellos momentos, esos que no hacen historia pero que celebran y afirman la existencia.
Es factible, también, la aparición de un acto poético en las relaciones no codificadas de solidaridad, en las inesperadas e ingeniosas palabras de un niño en las que desaparece y reaparece el mundo, en la invención de formas de comunidad y de vida, en los actos pequeños e insignificantes, en situaciones donde aflora una creación social no intercambiable por dinero, en introducir pequeñas diferencias allí donde todo aparece irremediable, en la generación de intervalos y vacíos, en la suspensión de automatismos y rutinas, en esos mínimos desplazamientos que van provocando algo aunque ignoramos con precisión qué es.
No hay comentarios:
Publicar un comentario