Liset Lantigua
«El abrazo del lector: una mirada al discurso en la formación de lectores»
Códice 020.9866, núm. 2 (junio de 2016).
Códice 020.9866 | Asociación Ecuatoriana de Bibliotecarios | Quito | ECUADOR
Se incluye a continuación el artículo según su edición en PDF. Véanse referencias en la publicación original.
Licencia Creative Commons.
«Me gustó, pero...», fueron sus palabras cuando le leí por primera vez El pájaro del alma, de Mijal Snunit. Yo sabía que era un texto lento, apacible, con el sosiego de los relatos sin guerras ni extraterrestres, pero complejo. Lo mismo podría hablarnos a los 15 que a los 60 años, y aunque dudaba que fuera posible a los 5, se lo leí. El pájaro del alma llama a un silencio difícil, a una complicidad un tanto adulta. Una historia cuyo intríngulis es el alma humana.
Una habitación en la que vive un pájaro. Cuando un niño a los 5 años dice «me gustó», es bastante probable que sí le haya gustado. Si le añade «pero» a la declaración, puede que no quiera argumentar, pero si lo hace, también es posible que aluda a la extensión del texto o al hecho de que le haya parecido triste, muy rara vez a un elemento anecdótico de la historia. Y si a ese «pero» no le sigue criterio alguno, el silencio, que es elocuente en sí, que es un criterio —mejor si irrefutable—, deberá complacernos, hacernos desistir sin culpa alguna y pasar a otra cosa.
Lo cierto es que, frente al interlocutor que puede ser un niño, el «pero» que es cumplido, negación delicada, franca contradicción —aunque a menudo inconsciente— entre adultos, puede genuinamente decir eso: «Me gustó, pero…», en su sentido más literal; sin menoscabo de aquello que le precede. Le había parecido largo El pájaro del alma, me lo dijo y ahí terminó el diálogo. Había que dormir. Y pasó el tiempo.
Entender la honradez del «pero» crítico de mi hija me tomó unos meses. Con los años he podido validar lo que la propia experiencia había sobrepuesto a mi exigua intuición acerca de la relación tiempo-lectura. Fue una tarde de café en casa, con amigos. Ella, como otras veces, saludó distante, tímida más bien, un tanto incómoda ante la avalancha del afecto adulto. Cuando se fueron, cuando volvimos a ser las dos en casa, quise poner sobre la mesa el pobre entusiasmo del saludo, que con lo mucho que te quieren..., que si el abrazo..., que si la manera de responder.
Me dijo: «Es que el pájaro de mi alma a veces abre el cajón de la vergüenza, mamá». Aquella historia que le había parecido un poco larga en un tiempo en que un «pero» detrás de un «me gusta» para mí significaba un «no» al descubierto, delatado por el propio corazón de la víctima como en el cuento de Poe, le había permitido explicar la difícil cuestión que es la vergüenza, la timidez a los cinco años. Le había permitido verse y urdir un argumento metafórico imbatible, tan natural en lo real como en lo simbólico. Dos cosas supe esa noche: que aquella lejana lectura que había dado paso a una opinión de apenas seis palabras sin entusiasmo, había puesto en ella una imagen del alma que, por otra parte, precisa de la poesía para ser concebida a esa edad, necesita una forma, producir una imagen.
Y era todo lo que venía en el libro de Mijal Snunit. La otra cosa que supe fue fruto de mi curiosidad. Volví al libro esa misma noche. Recordaba que El pájaro del alma estaba compuesto por muchos cajones. Al releer pude ver que el cajón de la vergüenza no estaba. Mijal Snunit no había reservado un solo cajón para ese sentimiento. En mi hija había operado eso que Mohamed Abda Rahel, bibliotecario del Centro de Educación Secundaria Simón Bolívar de uno de los campamentos de refugiados del pueblo sarahui denomina «un gozo en el momento y en el tiempo». Abda Rahel refiere lo que ha significado para él el contacto con los lectores y con el proyecto Bubisher que —dicho sea de paso— también se define como «un pequeño pájaro en el desierto».
La nota, breve y honesta, parte de la comparación entre el acto de navegar y el acto de leer, quizá por eso recordé lo vivido con aquel texto y mi hija y pensé en ese estar oportuno de lo leído entre un cúmulo informe de sensaciones del cual los mediadores (bibliotecarios, maestros, promotores culturales, padres de familia) somos responsables incondicionales, por el hecho de que podríamos no llegar a tocarlas en nuestra condición de testigos distantes cuya función es autorizar su existencia; no agredir consciente o inconscientemente un proceso que es hijo del tiempo, que tiene un movimiento propio, un ir que tarde o temprano hallará —aun en las más inhóspitas profundidades— terreno para anclar. En un instante cualquiera eso, que puede pasar de un silencio a otro en nuestra vida, puede también detenernos; salir a flote en medio de un sistema en el que la experiencia y el contacto directo con la realidad son incapaces de proveerlo todo. Y este es el lugar de la lectura.
El clima, una situación inusual, un viaje, una conversación, las dudas, los momentos de hito de la existencia y algunas claves de la intuición podrían ser motivos por los que afloren eventos, pasajes, personajes, situaciones que un texto nos dejó hace mucho, pero mucho tiempo... Considero que en esos hilos que la experiencia hilvana están las posibilidades de un discurso que debería articular las gestiones para formar lectores en todos los ámbitos (escuela, casa, biblioteca). Que dicho discurso sea consistente, afín con el propósito y adecuado al contexto podría darnos luces. Y, al contrario, la multiplicidad de enfoques y criterios en ese empeño ha traído y traerá consigo —como mínimo— unas expectativas bastante flacas en torno a lo que conlleva el acto de leer: desde tareas y evaluaciones hasta interrogatorios en los que se pone en apuros al más leído y al más pintado.
¿Y quién quiere viajar con esa maleta? Pensar la lectura desde la biblioteca es mi tarea ahora, pero vengo del aula de clases, del taller con docentes, de los encuentros en ferias del libro y eventos afines... En un reparto ágil de lo hecho, el mayor tiempo quedará, sin duda, en el aula de clases. Y como el aula nos sigue de un lugar a otro (estemos en la escuela o fuera de ella), voy hablar del valor de los hilos que hacen de esa experiencia una suma de impactos más o menos gratos. Pero siempre a cargo de la posible continuidad y transferencia del acto, de su inscripción en la vida del lector o del camino que prescinde del libro deliberadamente, no por fuerza de la adversidad que priva a las personas de ellos en este mundo, sino por el mal encuentro, por la pulsión de muerte que trae consigo el fracaso; consecuencia —a menudo— de una mediación desafortunada.
Más allá de las particularidades del trabajo en los distintos espacios de acercamiento del lector al texto, el discurso parte de algunas premisas que podrían ser de común reflexión tanto para docentes como para bibliotecarios y demás mediadores: que la lectura de un texto —en especial el literario— deja en el lector una o muchas sensaciones de escasa o difícil transferencia a través de los instrumentos que los sistemas educativos han diseñado para medir su eficacia. Que lo anecdótico, aquello que a menudo los docentes y promotores pretenden medir, escapa a esas sensaciones. Más bien le concierne al lector, a su intimidad, al encuentro de su propio esquema valórico, de su experiencia y referentes individuales con el texto la selectividad de aquello que habrá de recordar (un color, una forma, un nombre, una palabra, etc.). Con lo cual, será imposible que cada uno y todos recuerden el detalle que al profesor le pareció digno de ser registrado por siempre, detalle que, a su vez, responde al azaroso sistema valórico y de referentes del profesor.
Que es derecho legítimo de los lectores (ya lo dijo Pennac) desistir; y esto no debe situar en su autopercepción los criterios que el desengaño que quien en su labor de mediador vea la condena de Sísifo, reserve para los «disidentes del acto lector»: el fracaso. Que imposición y libertad son irreconciliables y solo quien procure, donde sea, aquello que el libre albedrío le pide (conocimiento, información, placer, contemplación, emociones, belleza, etc.) habrá contribuido a la auténtica construcción de su propio acervo, que es, al mismo tiempo, la construcción de la voluntad. Que es preferible acompañar el acto de postergación, de abandono momentáneo o temporal, que contribuir a la renuncia definitiva del propósito lector. Que la lectura es, por excelencia, escenario de lo diverso, tanto personal —humano— como temático, conceptual, estético, formal, estilístico; y ante ello, a menudo, las más fiables prescripciones se tambalean. Que sin las competencias pragmáticas indispensables el lector tendrá en la propia obra un límite incompatible con la realidad, pese a la imposición o a la mejor de las invitaciones.
El discurso, claro, podría resumirse en una condición que deberá resignar nuestra ferviente admiración por los libros y por la lectura: el respeto. Si irrespetamos al lector (sea alumno, usuario o familiar), poco importará que pretendamos poner en sus manos la maravilla. Y hay muchas formas de irrespetarlo, varias de ellas constan de manera implícita aquí: desde la zancadilla de una evaluación que pida la minuciosidad de un detalle sin relevancia y sin contexto, hasta el sermón que desenmascara a ese «potencial delincuente» y lo pone a la altura del rodapiés en una guerra en la que el libro (débil, por cierto), se enfrenta al Internet, a los videojuegos, a las redes sociales, a la vasta y basta oferta de la web en vídeos y material de todo tipo, más la desidia del niño o el joven.
Respetar al lector es entender sus intereses, sus tiempos, «su tiempo»; es hacer que en cualquier circunstancia —incluso en la menos deseable por sus altos montos de imposición, como lo es la escuela—, el encuentro con el libro sea significativo. ¿Y cómo, si hemos dicho de antemano que este encuentro, precisamente, atenta contra la libertad? Ayuda en alguna medida deponer los supuestos e infalibles con los que los docentes arremetemos contra ellos como verdaderos molinos. Ayuda aceptar que algunos no leerán y que —no obstante— valdrá la pena el esfuerzo (por los pocos que lean y aun por los que no han leído). Ayuda plantear la evaluación o la comprobación de la lectura con enfoque crítico y a libro abierto.
El estudiante que es partícipe de este voto de confianza pronto se da cuenta de que si no ha leído, aún con el libro abierto no podrá valorar o analizar algún aspecto. Entenderá que el resumen en la web sirve de muy poco. Respetará a su profesor o profesora porque a su vez y de manera tácita, habrá dado un paso gigante en el territorio de la confianza y del respeto hacia ellos (cosa que no abunda en las prácticas escolares); y ejercerá, sin ser instigado por el reproche, algo de autocrítica.
He visto a estudiantes leer la obra después de este tipo de controles. El solo hecho de que la lectura en la escuela se instale en el terreno de la cordialidad ayudará a salvar las sensaciones. Que el estudiante sepa que será tratado como un individuo, que podrá opinar con referencias a la obra, que en cada pregunta del análisis hallará un reto interesante, motivador, que le hablará a su madurez y a su inteligencia, empezará a posicionar el libro de otro modo.
Y la biblioteca, que no está para evaluar, recibe a niños y jóvenes que vienen del control de lectura con zancadilla: ¿de qué color era el auto que cruzó la avenida a las 12:00 de la noche? ¿Cómo se llama la señora que recibió al caminante en su casa? ¿Cuántos mensajes leyó el joven antes del secuestro? ¿Qué día llegó la jirafa al gran río? Y esos mismos lectores, no lo olvidemos, vienen, además, del resumen del libro, cosa por demás tortuosa, que profana la obra y desbarata las sensaciones. Entonces la biblioteca está para sanar.
Llevo casi un año en la biblioteca «Gabriel García Márquez» de UNASUR, en el edificio Néstor Kirchner de la Mitad del Mundo. Rodeada de espejos de agua, no pudo elegir mejor destinatario que los niños. Los fondos de la biblioteca, en su mayoría literarios (ficción para niños y jóvenes), están al servicio de la población de una zona en la que no hay otra biblioteca y cuyos establecimientos educativos, en su mayoría, carecen de espacios de lectura.
En la mañana recibimos a grupos de estudiantes. Leemos y conversamos sobre lo leído sin que esto esté sujeto a evaluación (se prohíbe evaluar) y parte de la visita consiste en el encuentro de ellos, libre e irrestricto, con los libros. Pueden sentarse donde quieran; dejar el libro luego donde les plazca; pueden cambiar una y otra vez de libro, hojearlo simplemente, compartirlo con alguien, leérselo a la profesora o a mí. Pueden esconderse con el libro detrás de los estantes o de la fachada de la casa de Gabriel García Márquez en Aracataca, que ocupa una esquina de la biblioteca... «Pueden...», ese es el verbo. Las tardes son también para ellos, ya no en su rol de alumnos (aunque la escuela va con uno a casi todas partes). Algunos han incorporado a sus rutinas la biblioteca y cuando les falta, hay que ver.
Sus padres a menudo necesitan desahogarse de la pesadilla de una tarde sin biblioteca (trágica tarde en la que no paramos de comer, nos ponemos irritables, peleamos con los hermanos, con los gorriones y con el viento de la Mitad del Mundo). Me cuentan las madres, sobre todo, cómo la biblioteca empieza a llamar al sueño de los desvelados: «duerme que mañana vamos a la biblioteca». ¡Ya quisiéramos!: «Si no duermes, mañana no hay biblioteca». «¡Y se duerme, señorita!», me dijo una madre hace poco.
Qué bueno que haya ilusión con la biblioteca, que los mismos niños que a los 9 años están aprendido a leer, que llegan en franco temor a los libros, quieran regresar. Que quieran intentar ese aprendizaje aquí, un ratito todas las tardes. Que pidan llevarse libros a casa. Que dejen escondido el libro que seguirán leyendo al día siguiente, con su separador, y me den la sorpresa de haberlo encontrado al minuto de haber llegado a la biblioteca. ¡Y yo que nunca lo puedo creer! Qué bueno es verlos leer cada día una página más, un nuevo libro antes o después de jugar un rato en las computadoras. Qué bueno es oírlos leer en voz alta. Qué bueno es decirles, al oído, que alguno de los libros que desean se encuentra en el baúl, que no los busquen más en los estantes; y la felicidad de levantar ellos solos la tapa de ese gran cofre en el que viven el dragón de la biblioteca y los reyes de Blanconomás.
La dicha de que alguno decida escribir una historia después de leer un cuento como «Hay días», de María Wernicke, y que lo haga sin temor a equivocarse porque da igual, aquí no faltará a nada. Qué bueno es verlos construir ciudades con bloques de madera, jugar ajedrez, dominó, hacer galletas de plastilina, dibujar, hacer teatro aquí. Que cada tarde de ellos tenga el espejo de agua (el lago profundísimo que nos rodea, donde viven los monstruos), el viento equinoccial, el volcán que a veces se deja ver y a veces no, y el mundo repleto de calles, pasajes, bosques, quebradas, alfombras, animales de selva, y el océano de libros que puede ser un fondo de no más de 1500 títulos para ellos.
Llegan con miles de discursos a cuestas, con una clara autopercepción forjada en la experiencia temprana de su propio aprendizaje de la lectoescritura; llegan con recelo, con intenciones de seguir de largo hasta las computadoras sin mirar los libros; directo al placer fácil, así llegan. Desmontar los discursos y las autopercepciones es parte de lo que hacemos. Un tiempo después todo en ellos parece afirmar que lo hemos conseguido. La biblioteca es para los niños de la Mitad del Mundo, los viajes de las vacaciones, la playa, el paseo a la montaña, la cordillera vista desde un tren, África en globo, el Caribe desde un avión muy lento, infinidad de islas de verdad y otras nacidas en el lomo de las ballenas, un buque de velas de azúcar y piratas inmortales.
No me dejarán mentir: en los meses de julio y agosto todo eso fue la biblioteca. Cada día tuve —y tengo— la inmensa fortuna de sentir, gracias a los niños, eso que mi hija, unos años después de aquella lectura de El pájaro del alma (el libro que le había gustado, pero… ¿se acuerdan?), me dijo en medio de un abrazo apretado: «Ahora el pájaro de tu alma debe estar muy grande». Y yo: «¿Por qué?». Y ella: «Porque cuando a uno lo abrazan, El pájaro del alma crece hasta que llena todo nuestro interior, ¿no te acuerdas?». No lo he podido olvidar. Todos los días tengo la suerte de sentir cómo crece. Como dice Mijal Snunit: «Hasta ese punto le hace bien el abrazo».
No hay comentarios:
Publicar un comentario