Juan Ignacio Blanco Ilari
«Comprensión, comunidad y auditorio. Algunos cruces entre retórica y hermenéutica»
Perseitas, vol. 5, n.º 2 (2017).
Perseitas | Universidad Católica Luis Amigó | Medellín | COLOMBIA
Extracto de apartados introducción y conclusiones, en páginas 349 a 351 y 368 a 372 de la publicación en PDF. Ver las referencias en la publicación original.
La retórica y la hermenéutica tienen una historia en común. Aunque la primera es algo más longeva que la segunda, fue esta la que le permitió, en el atardecer de la modernidad, comenzar a limpiar su buen nombre y honor. Sabemos que la retórica no ha gozado de una aceptación uniforme. Muy por el contrario, desde los ataques de Platón, estuvo acechada por el desprestigio y la denuncia: la retórica se asoció, injustamente, con el arte de seducir las almas por medio de la palabra (charlatanería, grandilocuencia, prestidigitación en el uso del lenguaje con fines espurios, entre otras cosas).
La retórica había surgido en el seno de una sociedad que hacía del lenguaje el centro de su vida cultural. Los grandes poetas, fundadores de la polis, dejaban en claro que el logos (entendido como discurso) es lo que conforma y sostiene la identidad de una comunidad. Grecia, muy celosa de su tradición, encargaba a los oradores la delicada tarea de transmitir las grandes epopeyas fundadoras y los ungía con el poder de solucionar conflictos por medio de la palabra. La retórica, como afirma Jaeger, estaba en el corazón de la paideia griega.
La identidad con la hermenéutica era casi invisible (como los son todas las identidades que nos resultan muy familiares). Interpretar los signos era una tarea habitual en la antigüedad clásica. Heráclito había logrado condensar la necesidad de interpretar en la forma de una sentencia: «el Señor, cuyo oráculo está en Delfos, no dice ni oculta, indica por medio de signos». Un poco después, Aristóteles entrevió con mayor claridad que toda palabra supone una interpretación y que, por lo tanto, hablar es ya ejercer una hermenéutica liminar.
En aquellos primeros años, el arte de hablar bien y el arte de interpretar las historias narradas se fundían en una sola disciplina. Luego, como todos sabemos, comenzó un largo y penoso proceso de diferenciación que terminó por fragmentar lo que, en su momento, era una sola cosa.
En el siglo XX los lazos de sangre vuelven a verse con claridad. El auge de la hermenéutica (con todas sus variables) es indiscutible, a un punto tal que algunos pensadores la posicionan como la nueva koiné filosófica. Por otro lado, la retórica también ha tenido un nuevo impulso, motivado por los estudios de Chaim Perelman en el campo de lógica informal, y por Ernesto Grassi (1999) en el campo de la retórica fundamental.
Para constatar la amalgama entre hermenéutica y retórica basta con leer el entusiasta punto cinco del capítulo dos de los Principia Rhetorica de Meyer. Allí se reagrupan, bajo el mismo signo, autores como Wittgenstein, Gadamer, Foucault, Habermas, Eco, Perelman, Toulmin, Jauss, Iser, Richards, entre otros. Aunque el entusiasmo de Meyer parece algo desmesurado, es difícil no reconocer en estos autores un marcado aire de familia.
La intersección retórica-hermenéutica se ha revitalizado luego del giro lingüístico promulgado, durante los últimos años, por casi todas las humaniora. Era esperable que, una vez consagrado el lenguaje como eje de análisis, la retórica y la hermenéutica recobraran centralidad.
En este trabajo queremos repasar uno de los puntos de sutura que une ambas disciplinas. Se centrará en el modo en que retórica y hermenéutica articulan la relación lenguaje-sentido-comunidad. La idea cardinal es que para comprender un determinado enunciado, o texto, es necesario pertenecer a una comunidad de hablantes competentes. Es decir, la comprensión presupone un acuerdo previo que prefigura y anticipa las posibilidades mismas del diálogo. La idea retórica de auditorio y la tesis hermenéutica del círculo de la comprensión conforman el punto central del cruce.
El tono general del trabajo será, entonces, el de la analogía. Es decir, se seleccionan algunas semejanzas que median entre un concepto retórico (auditorio) y un concepto hermenéutico (círculo). Como se recordará sobre el final, la semejanza solo se justifica si olvidamos, al menos por un momento, las diferencias que también existen entre estos conceptos. La analogía solo quiere clarificar ambas nociones por medio de una instrucción recíproca. El concepto de círculo nos sirve de insumo para abrir nuevas dimensiones del concepto de auditorio (y señalarle algunos límites), al tiempo que este opera como amplificador y corrector de aquel. En el vaivén ambos salen renovados.
Para desarrollar la analogía procederemos de la siguiente manera: primero (punto b del trabajo), se tratará de identificar el adversario común, a partir del cual las nociones de auditorio y círculo se desarrollan. Es decir, se sobrevuelan algunas de las características centrales de la posición a la que pretenden responder (y superar) la retórica y la hermenéutica. Este punto es necesario toda vez que los conceptos de auditorio y círculo hermenéutico crecen al abrigo del debate con lo que podemos llamar, a grandes trazos, la tradición objetivista.
Una vez recreado el adversario frente al cual se definen las nociones axiales de nuestro trabajo, viene el segundo movimiento expositivo del artículo (puntos c y d del trabajo). Se trata de la parte más extensa y nuclear. Allí veremos cómo se conforman los campos semánticos de la noción de auditorio y de la noción de círculo, al tiempo que mostraremos los vasos comunicantes que ligan estas nociones.
Las conclusiones serán algo extensas (en comparación con la distribución geográfica de los otros puntos). Recapitularemos ideas centrales del trabajo (asumiendo el riesgo de la repetición) y aprovecharemos para señalar diferencias entre los términos analogados. Será el momento de consignar qué tipo de corrección/ampliación recíproca se da entre la retórica y la hermenéutica.
La diferenciación enriquecerá la analogía. La conclusión se cerrará indicando algunos de los problemas que abren los conceptos de auditorio y círculo hermenéutico. Aunque tenga una pretensión solo aproximativa, creemos importante cerrar el trabajo abriendo algunas de las preguntas que se desprender del análisis realizado.
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Para concluir quisiéramos llamar la atención sobre dos peligros que acechan a la analogía y que pueden estropearla. Por un lado, la family resemblance debe evitar el extremo de la identificación (el auditorio no es el círculo hermenéutico, y la retórica no es la hermenéutica). Este peligro subsiste a lo largo de toda la historia de la relación, porque tanto la retórica como la hermenéutica tienen vocación imperial. Una y otra exigen para sí un dominio total. Esta tendencia totalizadora se explica, al menos en parte, porque ambas disciplinas tienen el mismo referente de análisis: las unidades discursivas mayores que la frase.
Por ello, es importante recordar algunos de los elementos que conforman la diferencia irreductible que define a toda analogía.
La retórica se define por situaciones típicas, que marcan los tres géneros básicos en los que se pone en juego: el discurso deliberativo (en el que se debate la pertinencia de una acción futura), el discurso judicial (en el que se dirime la legalidad de una acción pasada) y el discurso epidíctico (en el que se contempla la belleza de una exposición). A su vez, estos géneros delimitan una topografía en la que se ejercen cada uno de estos niveles discursivos: la asamblea, la corte, los actos conmemorativos. El rasgo común es la lucha de discursos opuestos entre los que hay que elegir (inclusive en el género epidíctico).
En su origen, lo deliberativo, lo epidíctico y lo judicial se desarrollaban en el medium de la oralidad. Las tres instancias requerían discursos hablados, lo que otorgaba una determinada plasticidad, dinámica y sentido de la oportunidad (y de la improvisación), a la tekné rhetoriké.
La litigiosidad, que abre el campo retórico, introduce la segunda característica irreductible: el papel de la argumentación entendida como la búsqueda del término medio entre la coacción de la demostración y la arbitrariedad del capricho. Entre lo necesario y lo contingente aparece lo razonable. Un último rasgo define a la retórica: la centralidad del oyente. La retórica tiene como finalidad esencial lograr el asentimiento a una tesis. Las figuras de estilo, a las que la modernidad ha querido reducir la retórica, solo cobran verdadera dimensión si son puestas al servicio de la necesidad de modificar las actitudes dóxicas y axiológicas de un auditorio. En este sentido, la belleza es un aditivo que se agrega a la racionalidad para hacerla más atractiva.
La hermenéutica, por otro lado, nace con la preocupación por mantener el sentido plural de ciertos textos. Su interés rector es la comprensión, no la persuasión, y su medio es la escritura (no la oralidad).
Ajena al interés de convencer, la hermenéutica pretende mantener una cercanía con aquellos textos que se presentan como más inaprensibles debido a su distancia geográfica, cultural, temporal u otra. La tarea de la hermenéutica (al menos la que se da antes del llamado giro ontológico) es arbitrar las reglas de interpretación que permitan aplicar a la existencia el sentido de un texto que se presenta lejano. Su ámbito de competencia está compuesto por la tradición bíblica (textos sagrados), por la literatura y la jurisprudencia. Estos tres tipos de textos comparten el hecho de ser multívocos, y de exigir una referencia a la situación vital concreta para poder captar plenamente su sentido.
Así, la hermenéutica procura abrir la imaginación hacia nuevos horizontes de significado. A diferencia de la retórica (cuya noción de auditorio la puede acercar a la noción de ideología entendida como reificación y legitimación de un poder establecido), la hermenéutica quiere incentivar la imaginación creadora, la reconfiguración de la realidad.
El segundo peligro tiene que ver con la tentación de congelar la relación, entendiéndola de modo demasiado estático y, por lo tanto, de privarnos de una dinámica de vaivén en la que la hermenéutica enriquece a la retórica, y está corrige y resignifica a aquella. En otras palabras, la analogía solo rinde sus frutos si la retórica y la hermenéutica se nutren mutuamente. Hay que preguntarse, qué le da la retórica a la hermenéutica, y qué le ofrece la hermenéutica a la retórica.
Empecemos por esta última pregunta. La hermenéutica, al poner énfasis en la cuestión de las condiciones de la comprensión y del sentido, amplía el horizonte de la retórica, demasiado circunscripta a las cuestiones de eficacia argumentativa. Esta fijación en los resultados ha hecho que la retórica padezca, de forma congénita, una ambigüedad dañosa. La demagogia, la seducción, el engaño, están muy cerca de una retórica empecinada en la persuasión. La pulsión de capturar las mentes por medio de la palabra lleva a una noción de auditorio que entroniza su aspecto psicológico. Y si entendemos el auditorio en términos puramente psicológicos (teniendo en cuenta el aspecto pasional, afectivo, inclusive en términos epistémicos), podemos mal comprender el espíritu del ars bene dicendi —según la clásica definición de retórica de Quintilliano.
En efecto, como bien señala Gadamer, el bien decir no solo alude a cuestiones de estilo y elocuencia, involucra también aspectos ontológicos: decir lo que es, decir la verdad. Pero si lo que interesa es lograr la adhesión de un auditorio, podemos suspender la cuestión de la verdad y procurarnos solo un conocimiento de los mecanismos mentales de los destinatarios, con fines meramente instrumentales. Por este camino, la retórica puede transformarse en una disciplina abocada al estudio de las técnicas de manipulación. Esta posibilidad, que Platón (trad. en 1987) pone bajo la figura de la mala retórica (en Gorgias), provoca un desvío de las cuestiones de fondo y la sensación de que podemos disponer del auditorio como disponemos de un objeto.
Para la hermenéutica, en cambio, la alteridad relevante es la del sentido, y no la psiquis de otro cuyo conocimiento me permitiría lograr su adhesión. Gadamer lo resume en estos términos: «comprender significa primariamente saber a qué atenerse sobre ‘la cosa’, y solo secundariamente aislar y comprender la opinión del otro como tal». La hermenéutica quiere desplegar el horizonte de sentido, la posibilidad de habitar otros mundos (otros significados). Por ello, la hermenéutica corrige la tendencia de la retórica clásica a reproducir argumentos establecidos con la finalidad de sostener una situación de hecho.
La retórica, a su vez, puede contrarrestar la tendencia «radical» de la hermenéutica incorporando, al problema del sentido y la comprensión, la cuestión de la racionalidad y la justificación. Al colocarse «por detrás» de la reflexividad, para indagar el tipo de estructura que hace posible el tener creencias (lo que llamamos, precisamente, «círculo hermenéutico»), tanto Heidegger como Gadamer esquivan, concientemente, la cuestión epistémica de la fundamentación argumentativa, tornando demasiado difuso el papel de la razón, eje definicional del quehacer filosófico. La retórica, en cambio, muestra que, creer que todo discurso que pone a la racionalidad en el centro de interés cae, tarde o temprano, en epistemofilia, supone seguir pensando las cuestiones de justificación bajo el corset del paradigma objetivista. En este sentido, la retórica podría mostrar el modo en que, una vez que hemos llegado a lo «originario», podemos descender hacia las cuestiones argumentales sin ceder al objetivismo.
Además, la retórica puede recordarle a la hermenéutica que la comprensión no siempre es la norma, que el consenso que somos puede agrietarse hasta quebrarse, y que, en las situaciones de conflicto, apostar por el logos implica, indefectiblemente, la superación de la desavenencia por medio de una discursividad argumentativa provista de reglas procedimentales, cuya observancia es la única garantía que nos previene de la violencia.
Para finalizar quisiéramos mencionar un problema que, según entendemos, marcará buena parte de la agenda de la díada retórica/hermenéutica en los próximos años. Nos referimos a la cuestión (por demás álgida) de combinar traducción, alteridad y consenso de tal modo que ninguna de estas instancias queden averiadas al ser puestas en relación.
La cuestión de la traducción la asocio aquí a la cuestión de la inconmensurabilidad. Si, como hemos dicho, para comprender un determinado argumento/ texto/exposición necesito participar de la comunidad que lo ha producido, entonces, por definición, me está vedado todo lo que no pertenece a mi comunidad. En otras palabras, si lo que tiene sentido depende del horizonte de pertenencia (así lo expondría la hermenéutica), y si es aceptable la multiplicidad de horizontes, entonces, los que perciben desde un horizonte verán como sinsentido todo lo que provenga de otro horizonte; a no ser que se pueda lograr una fusión entre ellos. Pero, para poder hacer esto, los horizontes tienen que tener algo en común, que permita ese encuentro. ¿Es eso común, una expresión de deseo, una idea regulativa, un factum de la comunicación o una ilusión bienintencionada?
En estas condiciones: ¿es siquiera posible el «encuentro con la alteridad» sin que se produzca una asimilación? En otras palabras, en el supuesto caso de que pueda traducir un texto extraño a nuestra lengua, ¿seguirá siendo otra posibilidad discursiva o, gracias a la traducción, la habremos transformado en uno de nosotros? El problema se hace más urgente cuando los conflictos alteran el panorama político y urge tomar decisiones que afectan directamente a la vida de las personas. Es decir, tanto la retórica como la hermenéutica deben tener presente que el consenso implica lograr una postura en la que se vea reflejada cada una de las partes. Cuando una se impone a la otra (inclusive por medios discursivos) no hay consenso, sino voluntad de poder. Esta es una posibilidad concreta, que necesita ser exorcizada. En esto, la retórica contemporánea parece menos inocente que la hermenéutica radical.