Publicada en español en La Tercera (sin nombre de traductor). Entrevista original en The Atlantic, realizada por Jessica Lahey y publicada con el título «How Stephen King Teaches Writing».
Jessica Lahey. Antes de conocer el éxito literario, Stephen King fue profesor de lenguaje en un colegio. Rememorando sus días a cargo de una clase de secundaria, el aclamado autor comparte su opinión sobre la gramática, las lecturas y explica por qué descubrir la gran literatura es como perder la virginidad.
Mientras escribo, de Stephen King, ha estado presente en mis clases de lenguaje por años, pero no fue sino hasta este verano, cuando comencé a enseñar en un centro de rehabilitación de drogas y alcohol, cuando descubrí su verdadero valor en plenitud. Durante semanas luché por sintonizar con mis desintoxicados, frustrados y reacios alumnos. Saqué a relucir mis mejores lecciones y eché mano a mis mejores trucos, pero salvo por una entusiasta lectura en voz alta de El corazón delator de Poe, fracasé en captar su atención o imaginación.
Hasta el día en el que repartí ejemplares de Mientras escribo. Las memorias de King son más que un inventario de la caja de herramientas del autor o un voyerista vistazo a su prolífica y exitosa vida dedicada a la escritura. Allí King hace un recuento de sus años como profesor de lenguaje en secundaria, de su propia recuperación de la adicción al alcohol y las drogas, además de su amor por sus alumnos («incluso los del tipo Beavis y Butt-Head»). Y, lo más importante, cautiva al lector con su honesto recuento de los desafíos que enfrentó, y promete redención a cualquiera que esté dispuesto a acercarse a la página en blanco con una meta.
Le pedí a King que se explayara sobre las partes de Mientras escribo que más me gustan: los aspectos esenciales de la enseñanza, los detalles más curiosos de la gramática, y sus ideas sobre cómo incentivar el amor por el lenguaje en nuestros alumnos.
Jessica Lahey. Usted escribe que enseñó gramática «exitosamente». ¿Cómo definía el «éxito» cuando impartía clases?
Stephen King. Para empezar, éxito es mantener la atención de los alumnos y, luego, hacerles ver que la mayoría de las reglas son bastante simples. Siempre comenzaba diciéndoles que no hay que preocuparse mucho de cosas como los verbos raros, y que solo recordaran hacer concordar el sujeto y el verbo. Es como lo que decíamos en Alcohólicos Anónimos: «Mantenlo simple, estúpido».
J.L. Cuando las personas me piden que nombre mis libros favoritos, tengo que solicitarles que amplíen su petición: ¿para leer o para enseñar? Usted da una fantástica lista de libros para leer al final de Mientras escribo, pero ¿cuáles fueron sus favoritos para enseñar, y por qué?
S.K. Al llegar a las clases de literatura, cuando mayor suerte tuve con los alumnos de secundaria fue al enseñar el largo poema «Caída», de James Dickey. Es sobre una azafata que es succionada desde un avión. Ellos vieron enseguida que era una amplia metáfora de la vida misma, desde que naces hasta que mueres, y les gustó el rico lenguaje. Tuve mucho éxito con El señor de las moscas (de William Golding) y con cuentos como Una rubia imponente (de Dorothy Parker) y La lotería (de Shirley Jackson). (Ellos debatían sobre la cagada que queda en este último... me río de solo recordarlo). Ninguno puso un libro de gramática en su lista de lecturas fascinantes, pero Los elementos del estilo (de William Strunk, Jr. y E.B. White) todavía es un buen manual. Los chicos lo aceptan.
J.L. Usted escribe: «Los principios gramaticales de la lengua materna, o se absorben oyendo hablar y leyendo, o no se absorben». Si eso es verdad, ¿por qué se enseña gramática en el colegio? ¿Por qué molestarse en nombrar las partes?
S.K. Cuando nombramos las partes, quitamos el misterio y convertimos la escritura en un problema que puede ser resuelto. Solía decir a mis alumnos que si eras capaz de ensamblar un auto a escala o las partes de un mueble siguiendo las instrucciones, podías escribir una oración. Aunque leer es la clave. Si un chico o chica crece oyendo «no me interesa» y lo lee una y otra vez, solo podrá aprender que no es capaz.
J.L. Aunque amo enseñar gramática, tengo conflictos con la utilidad del análisis morfosintáctico. ¿Usted lo enseñaba? Y si era así, ¿por qué?
S.K. Lo enseñé, siempre empezando por decir: «Esto es por diversión, como resolver un crucigrama o un cubo de Rubik». Les decía que lo tomaran como un juego. Les daba oraciones para analizar como tarea para la casa, pero les prometía que no haría pruebas sobre aquello, y nunca lo hice. ¿De verdad enseñas eso? ¡Bien por ti! Pensé que ya nadie más lo hacía.
J.L. En la introducción de Los elementos del estilo, de Strunk y White, este último repasa la instrucción de Strunk de «omitir palabras innecesarias». Aunque sus libros sean voluminosos, su escritura se mantiene concisa. ¿Cómo decide qué palabras son innecesarias y cuáles se requieren para expresar algo?
S.K. Es lo que oyes en tu cabeza, pero nunca es correcto a la primera. Entonces, tienes que reescribir y revisar. Mi regla general es que un relato de 3000 palabras debería ser reescrito en menos de 2500. No siempre es así, pero sí la mayoría. Lo que necesitas es sacar todo en lugar de sentarte y no hacer nada. ¡No se permiten flojos!
J.L. Por extensión, ¿cómo puede un profesor ayudar a sus alumnos a reconocer qué palabras requiere su propia escritura?
S.K. Siempre hay que preguntarle al alumno «¿qué quieres decir?». Que cada oración que responda a esa pregunta sea parte de un ensayo o una historia. Y cada oración que no, dejarla ir. No creo que se trate de palabras per se, sino de oraciones. Acostumbraba a veces a darles a escoger: escribir 400 palabras sobre «mi madre es horrible» o «mi madre es maravillosa». Construir cada oración sobre lo que elegiste. Lo que significa dejar fuera tanto a tu papá como a tu moquillento hermano chico.
J.L. En Mientras escribo, usted identifica algunas frases que deberían eliminarse de la caja de herramientas de cualquier escritor, «en aquel preciso instante» y «al final del día». ¿Alguna nueva frase irritante que desearía compartir? (la mía es «por accidente»).
S.K. «Algunas personas dicen» o «muchos creen» o «el consenso es». Ese tipo de vaguedades hacen que quiera patear algo.
J.L. Usted escribe que «es imposible convertir a un mal escritor en escritor decente». Si es así, ¿cómo debería proceder un profesor con sus alumnos menos talentosos?
S. K. Pregúntate qué necesitan para tener éxito en la vida, el mínimo necesario (como llenar un currículo) y enfócate a ello. A veces puede ser tan sencillo como escribir —a modo de ejercicio en clase— instrucciones sobre cómo llegar en una ciudad desde el punto A al punto B. Se confunden solos, al menos al principio. Puede resultar muy divertido. Mis chicos terminaban gritándose unos a otros, «¡no, no, vas a la izquierda, al depósito de agua!». Cosas así.
J.L. Una gran escritura a menudo estriba en ese punto óptimo entre el dominio gramatical y un cuidadoso rompimiento de las reglas. ¿Cómo saber en qué momento los alumnos están listos para comenzar ese rompimiento? ¿Cuándo debería un profesor guardar su lápiz rojo y permitir que aparezcan esos modificadores?
S.K. Pienso que tiene que asegurarse de que ellos saben qué están haciendo con esos elementos: aquellas oraciones fragmentarias y de corrido, aquellas repentinas digresiones... Si te dan una respuesta satisfactoria a la pregunta de «¿por qué escribiste de esta forma?», están bien. Y —vamos, profe— tú sabes cuando es a propósito, ¿o no? ¡Confiésalo a tu tío Stevie!
J.L. Coma antes de la «y», ¿sí o no?
S.K. Puede ir o no ir. Por ejemplo, me gusta «Jane compró huevos, leche, pan, y una barra de dulce para su hermano». Pero también me gusta «Jane entró corriendo a casa y dio un portazo», porque quiero sentir todo como un solo respiro.
J.L. Usted ensalza los beneficios de escribir los primeros borradores «con la puerta cerrada», pero los alumnos están a menudo tan enfocados a dar a los profesores lo que estos quieren y tan temerosos de cometer errores que terminan paralizados. ¿Cómo pueden los profesores incentivar a los chicos a «cerrar la puerta» y escribir sin temor?
S.K. En el contexto de una clase es muy, muy difícil. La falta de temor siempre se da cuando un chico escribe para sí mismo y casi nunca cuando escribe para obtener una nota (salvo que tengas a uno de esos raros chicos valientes, totalmente seguros). Lo mejor —quizás lo único— es plantearle al alumno que decir la verdad es lo más importante, mucho más importante que la gramática. Yo diría: «La verdad es siempre elocuente». A lo que los alumnos responderían: «Señor King, ¿qué significa elocuente?».
J.L. Por supuesto, una vez que tengan algo en el papel, van a tener que abrir la puerta e invitar al mundo a leer lo que han escrito. ¿Cómo se las arreglaba con el proceso de edición en los primeros años de su carrera y cómo enseñaba a sus alumnos a atender a los comentarios?
S.K. A muchos les daba lo mismo; ellos solo estaban cumpliendo con tareas. Con aquellos que son más sensibles e inseguros, tienes que combinar suavidad con firmeza. Es un asunto delicado, en especial con adolescentes. ¿Tuve alumnos que se pusieron a llorar? Sí. Diría que esto «es solo un paso para llevarte al siguiente».
Usted advierte a los escritores que «no hay que abordar la página en blanco a la ligera». ¿Cómo pueden los profesores incentivar a los alumnos a enfrentar la página en blanco a la vez con seriedad y entusiasmo?
S.K. Eso se me daba mejor cuando podía transmitir mi propio entusiasmo. Me acuerdo de haber enseñado Drácula a estudiantes de segundo año de universidad prácticamente gritando. «¡Fíjense en todas las voces diferentes en este libro! ¡Stoker es un ventrílocuo! ¡Me encanta!». No sé mucho respecto de profesores que «actúan», como si estuvieran en un escenario, pero los chicos responden al entusiasmo. Tú no puedes ordenarle a un chico divertirse, pero puedes hacer de la sala de clases un lugar en que se sienta seguro, donde ocurran cosas interesantes. Quería que cada clase de 50 minutos se percibiera como de media hora.
J.L. Usted ha dicho que las composiciones «son una cosa tonta y sin sustancia», totalmente inútiles para enseñar a escribir bien. ¿Qué tipo de tareas de redacción son útiles?
S.K. Trataba de dar tareas que pudieran enseñar a los chicos a ser específicos. Solía repetir «observa, luego escribe» media docena de veces al día. Entonces, a menudo les pedía que describieran operaciones que ellos manejaban. Pedía a una chica que escribiera un párrafo sobre cómo le hacía trenzas a su hermana. A un chico que explicara las reglas de un deporte. Son solo puntos de partida, en los que los estudiantes aprenden a llevar al papel lo que podrían contarle a un amigo. Mantener lo concreto. Si le pides a un alumno que escriba sobre «mi película favorita», estás abriendo las compuertas a la subjetividad y, en consecuencia, a una inundación de clichés.
J.L. Hago mucha lectura en voz alta en mi clase, porque pienso que es la mejor manera de introducir a los estudiantes en el desafío del lenguaje y la retórica. ¿Tiene algún texto favorito para leer en voz alta, ya sea de sus clases o de las lecturas a sus propios hijos?
S.K. Solía leerles a mis hijos Calor de agosto, de W.F. Harvey. Al llegar a la última línea —«el calor es como para volver loco a un hombre»—, se podía oír la caída de un alfiler. Dulce Et Decorum Est, de Wilfred Owen, fue también un éxito. Cuando eran pequeños, mis hijos querían cómics. Después, El Hobbit y de El Hobbit pasaron a El Señor de los Anillos. En viajes largos, todos escuchábamos audiolibros. Un buen lector adentrándose en un libro es maravilloso. Musical.
J.L. Los profesores de lenguaje tienden a caer en uno de dos casos cuando abordan la lectoescritura: quienes creen que deberíamos dejar leer a los estudiantes lo que ellos quieran, pues estarán más interesados en los libros, y aquellos que creen que los profesores deberían impulsar a los alumnos a leer textos más desafiantes, a fin de exponerlos a nuevo vocabulario, géneros e ideas. ¿Dónde se ubicaría usted?
S.K. Uno no quiere desesperarlos, por ello es una idea tan horrible intentar darles a leer Moby Dick o Dublineses a muchachos de secundaria. Hasta el más brillante se aburre. Pero es bueno enriquecerlos un poco. Así verán que hay mundos literarios más brillantes que Crepúsculo. Leer buena ficción es como dar el salto desde la masturbación al sexo.
J.L. Usted pinta un cuadro bastante desalentador de los profesores como escritores profesionales. La pedagogía es, a fin de cuentas, una «profesión que consume», como dice una amiga, y puede ser todo un desafío encontrar la energía para nuestras propias empresas creativas después de un día de trabajo. ¿Aún siente que hacer clases a jornada completa al tiempo que se persigue una vida dedicada a la escritura es una proposición condenada?
S.K. Muchos escritores tienen que enseñar para llevar pan a la mesa. Pero no tengo duda alguna de que la pedagogía absorbe las energías creativas y reduce la producción. «Proposición condenada» es demasiado fuerte, pero es difícil, Jessica. Hasta cuando se tiene tiempo es difícil hallar la vieja energía.
J.L. Si su escritura no hubiera dado resultado, ¿cree que habría continuado como profesor?
S.K. Sí, pero habría obtenido algún título en educación básica. Había conversado de eso con mi mujer justo antes del éxito de Carrie (1973). He aquí la triste verdad: para cuando llegan a la secundaria, muchos de esos chicos ya han cerrado sus mentes a aquello que amamos; yo quería trabajar con ellas mientras aún estuvieran abiertas. Los adolescentes son maravillosos, hermosos librepensadores la mayoría de las veces. Y, en el peor de los casos, es dar puñetazos contra una pared de ladrillos. Además, están tan ocupados con sus hormonas que a menudo es difícil captar su atención.
J.L. ¿Cree que los grandes profesores nacen o que se pueden formar?
S.K. Los buenos profesores pueden formarse, si es que realmente quieren aprender (algunos son bastante flojos). Los grandes profesores, como Sócrates, nacen.
J.L. Usted se refiere a la escritura como un oficio más que un arte. ¿Y qué pasa con la docencia? ¿Oficio o arte?
S.K. Ambos. Los mejores profesores son artistas.
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