junio 19, 2023

En el umbral que va del clasicismo a la modernidad, las palabras dejaron de corresponder a las representaciones



Rayiv David Torres Sánchez
«La infidelidad de los dioses: lenguaje y simulacro en Pierre Klossowski»

Nóesis, vol. 27, n.º 53 (2018)

Nóesis. Revista de ciencias sociales | Universidad Autónoma de Ciudad Juárez | Instituto de Ciencias Sociales y Administración | Ciudad Juárez | Chihuahua | MÉXICO


Extracto de apartados en páginas 160, 161-162 y 167-169 de la publicación en PDF. Véanse las referencias en la publicación original.


Karl Knaths: Pie (h. 1900), The Phillips Collection, donado por Marjorie Phillips, 1984.



Resumen

Pierre Klossowski se sirvió de la doctrina del eterno retorno de Nietzsche para poner en tela de juicio el principio de identidad tanto en la escritura como en el lenguaje; un falso principio que, como el Dios-Uno, simula ser único y verdadero. Así mismo, Klossowski se sirvió de la figura nietzscheana de la «muerte de Dios» para hablar del ocaso de la identidad, y poner en entredicho las certezas depositadas en la suficiencia y eficacia del lenguaje. A la luz de la filosofía de Klossowski se pondrá en evidencia cómo en su literatura y en su interpretación del mito del baño de Diana, asistimos a la caída del paradigma del principio de no contradicción, de lo que se deriva la posibilidad retórica del mundo devenido en fábula. Esto tendría lugar en el momento en que toda escritura estriba en el plano de la ficción, donde todos los simulacros, como ha dicho Gilles Deleuze comentando a Klossowski, ascienden a la superficie. El simulacro se convierte en fantasma.

Palabras clave: simulacro, filología, cuerpos-lenguaje, erotismo.



Introducción

Michel Foucault decía que cuando Hölderlin hablaba de la ausencia resplandeciente de los dioses, anunciaba de algún modo la nueva ley de una espera irredimible, la exigencia de una expectativa diferida al infinito y que aguarda por algo que se ha ausentado del mundo. Esta espera sin enmienda no sólo comportaría la intuición de una presencia que no acaba de partir (al dejar un vacío que muestra su falta), sino que también nos remite al puro afuera del origen. Foucault observaba, con relación a esta nueva ley de la espera, que la «enigmática ayuda» se posterga eternamente con la «ausencia de Dios». En consecuencia, la desgarradura por donde el pensamiento del afuera se abrió paso hasta nosotros fue el monólogo que el Marqués de Sade, en la época de Kant y Hegel, llevó a cabo en un período en el que la interiorización de la ley de la historia y del mundo era requerida por la ciencia dominante, la razón, pero que Sade silenció como una «ley sin ley del mundo, más que la desnudez del deseo».

En ese mismo momento se puso al desnudo, por un lado (Sade), el deseo en el murmullo infinito del discurso y, por el otro (Hölderlin), el subterfugio de los dioses en el defecto de un lenguaje en vías de perecer. Foucault sugiere que podríamos tender el oído, en esta tierra desierta, hacia la palabra de Hölderlin: «Zeichen sind wir, bedeutunglos» (los signos son para nosotros sin-sentidos). En su caso, dice Foucault, tanto Sade como Hölderlin depositaron respectivamente en nuestro pensamiento y para nuestro tiempo, aunque de manera cifrada, la experiencia pura y desnuda del afuera. Esta experiencia debió permanecer, de algún modo, flotante y extraña, exterior a nuestra interioridad, al tiempo que se formulaba la exigencia de interiorizar el mundo, de humanizar la naturaleza, de naturalizar al hombre y de «recuperar en la tierra los tesoros que se había dilapidado en los cielos». Esta experiencia, prosigue Foucault, en la cual el lenguaje expresa una fractura en la interioridad del mundo (en la «tentación de lo eterno», como sugirió Maurice Blanchot cuando afirmaba que el afuera es todo cuanto induce a los hombres a acondicionar un espacio de permanencia donde pueda resucitar la verdad, aunque ella perezca), reaparece en la segunda mitad del siglo XIX «y en el seno mismo del lenguaje, convertido, a pesar de que nuestra cultura trata siempre de reflejarse en él como si detentara el secreto de su interioridad, en el destello mismo del afuera».

En este sentido, Nietzsche acertaba en pensar que la metafísica de Occidente estaba ligada en buena medida a la gramática, así como Mallarmé pensaba que el lenguaje aparecía como el ocio de aquello que (no) se nombra, es decir, aquello donde se revela la experiencia desnuda del lenguaje «en la relación del sujeto hablante con el ser mismo del lenguaje», o en Georges Bataille, cuando el pensamiento y la experiencia de la finitud devienen el lenguaje del límite (el afuera) por medio de la subjetividad quebrantada y la transgresión que «habla en el hueco mismo de su desfallecimiento, allí donde precisamente las palabras faltan», o en Pierre Klossowski, para quien la experiencia del doble, de la exterioridad de los simulacros, hace de la escritura una representación sin versión original y sin una interioridad dada de antemano.

Pierre Klossowski, particularmente, restablece una experiencia soterrada, y de la cual no quedan muchos vestigios para señalar una experiencia en la cual el pensamiento encarna toda esa vivacidad y la evidencia de un lenguaje permanentemente perforado por el afuera.



Coda

Con lo anterior, y tras la experiencia de un pensamiento como el de Klossowski o, incluso Bataille y Blanchot, es posible decir que todo el lenguaje adeuda su poder de transgresión una relación contraria, es decir, la de una «palabra impura» con un «silencio puro», consistentes en el espacio indefinidamente recorrido de una impureza, una in-fidelidad; infidelidad que es también, como el caso de Diana, «divina», y en la cual, la «palabra pura» de la teología, por ejemplo, puede dirigirse a un silencio puro (apófasis). Por ejemplo, en Bataille, la escritura consiste en una consagración que se deshace: «transubstanciación ritualizada en sentido inverso en la que la presencia real se convierte de nuevo en cuerpo yacente y se ve reconducida al silencio por medio de un vómito» (Foucault, 1995: 193). Hablar de la pureza o, dada su posibilidad, de la piedad, de la santidad, de la virtud, como si existieran ya inscritas en el lenguaje común, es hablar también de una lengua que integra lo que rechaza en un doble movimiento que reviste su contrario. Por esta razón, al invertir el discurso, el sacrilegio siempre confirma lo sagrado. La transgresión que comporta la inversión de lo sagrado, escribe Maurice Blanchot a propósito de Klossowski, es la relación más exacta que tienen la pasión y la vida con la prohibición, relación que no deja de dar lugar a un contacto en que «la carne se hace peligrosamente espíritu». En efecto, el discurso da un giro cuando podemos decir que si la transgresión exige la prohibición, entonces lo sagrado exige el sacrilegio. La imagen que recibimos es la del goce del límite, no su evaporación.

De manera que lo sagrado nunca puede darse como puramente «más que por la palabra impura del blasfemo», y no dejará de estar indefectiblemente entroncado a un poder siempre capaz de transgresión. La escritura de lo sagrado esencialmente se podría extractar de la poesía de Hölderlin, cuya experiencia de la temporalidad invertida da lugar a un extravío que implica el desgarramiento del «yo» entre dos tiempos, en el entretiempo que mantiene ausentes a los dioses. Esta lejanía sería una de las causas de la locura de Hölderlin. Por tal razón: «[n]o se puede escribir sino en el tiempo marcado por la ausencia de los dioses. La escritura está lejana del verbo. De día, los dioses iluminan, cuidan y educan al hombre. Pero de noche, lo divino se convierte en espíritu del tiempo que se invierte y lo arrebata todo: el espíritu de la región de los muertos». Y es que, además, si el hombre occidental es inseparable de Dios, dice Foucault, «no es por una propensión invencible a traspasar las fronteras de la experiencia, sino porque su lenguaje lo fomenta sin cesar en la sombra de sus leyes: “Temo que no nos desembarazaremos de Dios nunca, pues aún creemos en la gramática”». Pero no es la interpretación del siglo XVI la que nos concierne, recuerda Foucault, en la cual, cosas y textos, por igual, iban del mundo a la Palabra divina que se descifraba en la tierra y según las representaciones del mundo, entre ellas, la gramática, la cual nunca, bajo el método cartesiano (y, por ende, la tradición logocéntrica) puso en tela de juicio. La lectura que nos concierne, es decir, aquella que nos viene del siglo XIX de la mano de Nietzsche, Hölderlin y Mallarmé, va de los hombres, de los dioses, de los conocimientos, «de las quimeras a las palabras que los hacen posibles; y lo que descubre no es la soberanía de un discurso primero», tal y como sucede con Mallarmé, sino el hecho de que estamos incluso antes de la palabra mínima, «dominados y transidos por el lenguaje».

Por su parte, el evangelio según Klossowski diría, entonces, «Al comienzo era la vuelta a empezar». Parodia del fin, pero también parodia de un origen fundador, verdadero y definitivo. La noche de infidelidad divina que invierte el tiempo de los hombres. Para el escritor de «Nietzsche: el politeísmo y la parodia», se desplaza el de una vez por todas por el una vez más. Así es posible que la muerte de Dios suceda una y otra vez, en la medida en que la palabra, aunque fuera la del origen, es la fuerza de la repetición: «eso ha tenido ya lugar una vez y tendrá lugar una vez más, y siempre de nuevo, de nuevo». Este es el movimiento en sentido contrario a la autoridad ontológica del dios Uno que amparaba la unidad eterna de las verdades, cuyo modo presencia sería detentado por los signos de una escritura que asegurara un pensamiento por correspondencia y no por similitud. Foucault observaba, en esa dirección, que la literatura es la impugnación de la filología, de la cual es, sin embargo, la figura gemela, como se ha señalado con Klossowski. La literatura remite el lenguaje de la gramática «al poder desnudo de hablar y ahí encuentra el ser salvaje e imperioso de las palabras». Separado de la representación, en el umbral que va del clasicismo a la modernidad, el lenguaje quedó franqueado cuando las palabras dejaron de corresponder a las representaciones. A principios del siglo XIX, con Nietzsche y Mallarmé, las palabras hallaron un espesor enigmático. «Desde la rebelión romántica contra un discurso inmovilizado en su ceremonia, hasta el descubrimiento en Mallarmé de la palabra en su poder impotente, puede verse muy bien cuál fue la función de la literatura, en el siglo XIX, en relación con el modo de ser moderno del lenguaje». Desde entonces, el lenguaje no se nos presenta más que de un modo disperso. Al disiparse la unidad de la gramática general, apareció el lenguaje según varios modos de ser, cuya unidad, lo mismo que la seguridad ontológica de presencia, no puede restaurarse jamás. El lenguaje se libera, entonces, de todos los mitos que han cristalizado en nosotros la conciencia de las palabras, del discurso, de la literatura, después de que durante mucho tiempo se creyera, como lo recuerda Foucault, que el lenguaje servía como vínculo futuro en la palabra dispuesta y como memoria y relato, o que su soberanía tenía el poder de hacer aparecer el cuerpo visible y eterno de la verdad. «Pero no es más que rumor informe y fluido», su fuerza está, como el lenguaje de Klossowski, en su disimulo; «por eso es una sola y misma cosa con la erosión del tiempo; es olvido sin profundidad y vacío transparente de la espera».




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