Andrés Gallardo Ballacey
«Don Andrés Bello y su Gramática de la lengua castellana: tres hitos para la historia de la lengua común»
Boletín de Filología, vol. 49, n.º 1, junio de 2014.
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Se incluye a continuación un extracto de las páginas 151 a 155 de la publicación en PDF. Las referencias pueden consultarse en la publicación original.
«En esta breve presentación, se mostrarán tres aspectos de esta obra fundamental, tres verdaderos hitos que parecen particularmente dignos de atención en los tiempos que corren. El primer hito tiene que ver con la integración de la gramática, en el sentido de texto que expone la estructura y el funcionamiento de la lengua, en su entorno cultural; el segundo hito se refiere a la concepción misma de la estructura gramatical de la lengua como sistema, en una perspectiva algo más teórica, y el tercer hito describe un aspecto puntual del análisis de una categoría lingüística específica, a saber, la noción de pronombre».
«En el caso de un idioma estandarizado, es conveniente distinguir entre dos aspectos que tienen que ver con la disposición cultural de los miembros de la comunidad hablante. Un aspecto tiene que ver con el hecho de ser, simplemente, hablante de la lengua, esto es, una persona con la competencia adecuada para elaborar mensajes y para decodificarlos. Es el caso de la enorme mayoría de los hablantes, que no van más allá de su condición de tales, sin plantearse el asunto de la tradición en la cual se inserta su idioma ni el problema de su estructura y funcionamiento. El otro aspecto tiene que ver con la disposición de ciertos hablantes para, además de ser usuarios de la lengua, dar cuenta de su condición de tales, esto es, la capacidad de plantearse cómo está hecha y cómo funciona la lengua y cuál es su relevancia en el marco de la identidad cultural de la comunidad hablante.
»Esta segunda situación es característica de las lenguas que han alcanzado un grado considerable de estandarización, pues presupone, por parte del hablante, la capacidad de reflexionar acerca de lo que se hace, lo que lo constituye en lo que llamamos un hablante culto.
»Consideremos la historia de nuestro romance castellano: si pensamos que ya en el siglo sexto este dialecto se había distanciado del todo del viejo tronco latino, constituyéndose en una lengua diferente, pasaron al menos siete siglos antes de que sus hablantes empezaran a escribirlo en forma autónoma e institucionalizada, y dos siglos más antes de que un adelantado osara escribir una descripción de su estructura y funcionamiento. Este adelantado fue el maestro Antonio de Nebrija y su obra pionera, la Gramática de la lengua castellana, es de 1492. Antonio de Nebrija nos muestra, entre otras cosas, el sentido cultural de la elaboración de una gramática: constituirse en una forma de apropiación de la lengua materna como una institución reconocible, susceptible de ser usada en todas la circunstancias de la vida social, desde los menesteres más básicos hasta los productos más explícitamente normados e intelectualizados y, en consecuencia, una manifestación básica de la autonomía de la comunidad y garantía de unidad no solo comunicativa, sino cultural, política, territorial y, en el caso de Nebrija, religiosa.
»Así vio el sentido de su obra el propio maestro Nebrija al referirse, en expresión tan clásica como malentendida, a “la lengua compañera del imperio”, esto es, encarnación de una identidad nacional y de un proyecto compartido. (Al mismo tiempo, Nebrija entendió la relevancia de enfatizar la autonomía propiamente estructural de la lengua como sistema de signos, dejando en claro que su sistema de escritura, sus categorías gramaticales básicas y su modo de organizar una visión propia del mundo la hacían una digna sucesora y continuadora preclara de las grandes lenguas que la historia le ponía como ejemplo: el hebreo, el griego y el latín). De algún modo, la prodigiosa expansión de la lengua castellana por el ancho mundo tuvo un sustento simbólico en la obra del maestro Nebrija.
»A partir del siglo dieciséis, más y más intelectuales, escritores y líderes políticos, religiosos y culturales afianzan el desarrollo de la lengua castellana como un idioma estandarizado capaz de sustentar la armazón comunicativa de un vasto imperio. Maestros gramáticos y lexicógrafos, como Gonzalo de Correas y Sebastián de Covarrubias son cumbres en este aspecto, junto con los grandes creadores que asientan un sistema de actitudes lingüísticas y culturales y un corpus literario que permiten hablar de verdaderos clásicos de una lengua que rebasa cada día más los límites de sus modestos inicios.
»En el siglo dieciocho se produce un segundo momento crucial en el desarrollo del proceso de estandarización de la lengua castellana, con la instalación, en 1713, de la Real Academia Española, lo que viene a institucionalizar la conciencia de unidad en torno a una lengua conscientemente cultivada. La Real Academia centraliza todos los aspectos que tienen que ver con el cultivo idiomático intelectualizado de modo explícito: la ortografía (publicada en 1741, haciendo cuestión central de su sustento en la pronunciación más que en otras consideraciones), el léxico (mediante un estupendo diccionario, editado en varios tomos a partir de 1726) y la gramática (cuya primera edición es de 1771).
»Hay dos aspectos extraordinariamente relevantes de la temprana labor académica: uno es el carácter de institución de servicio que se impuso la corporación, servicio tanto a la lengua misma, en el sentido de ser fieles a su estructura y su “lógica” interna, y servicio a la comunidad hablante, en el sentido de presentar modelos culturalmente funcionales para el cultivo intelectualizado y creativo de la lengua. Como lo demuestra aquel vetusto Diccionario de la Lengua Castellana, que hoy llamamos Diccionario de autoridades, la Academia se concibe a sí misma como entidad de autoridad delegada, pues las verdaderas autoridades son los escritores e intelectuales más caracterizados que han plasmado su huella en la lengua común.
»Otro punto digno de mención es el hecho de que la Real Academia se concibe, desde su fundación, como básicamente española, esto es, como institución patriótica, y concibe a la lengua como una manifestación de una tradición y de una identidad también básicamente españolas, aunque ya para entonces, de hecho, la lengua había rebasado los límites geográficos, culturales y étnicos de la mera españolidad. Esta actitud tiene su punto culminante precisamente después de la emancipación de las naciones hispanoamericanas, cuando la Academia se erige en autoridad idiomática por sí misma (un símbolo de ello es la supresión de las citas de autores –“autoridades”– en el diccionario) y tiende a concebir la lengua española como una empresa española en un sentido más bien estrecho, marginando de algún modo la importancia de las naciones hispanoamericanas y generando una actitud de resentimiento idiomático.
»En este contexto aparece, en 1847 en Santiago de Chile, la Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos, de don Andrés Bello. (Nótese, de paso, que este acto explícito de dedicar la obra “al uso de los americanos” se ha obviado en la mayor parte de las ediciones posteriores de la obra y en muchos de los estudios acerca de la misma).
»Así como el maestro Nebrija planteó su gramática como una apropiación de la lengua castellana en el marco de una unidad imperial española, fuente de ejemplaridad sistematizada, don Andrés Bello plantea la suya en el marco nuevo de una lengua internacional, o quizás mejor supranacional, suprageográfica y supraétnica. La mayoría de los hispanohablantes ya no es nacionalmente española, ni étnicamente de origen europeo.
»Así, Bello concibe la lengua común no ya como “española” en un sentido estrecho y exclusivista, sino ampliada a un rango cultural y funcionalmente muy superior. La lengua, sin dejar de ser española, es ahora la lengua de un vasto conglomerado de comunidades, una de cuyas características más relevantes es la diversidad. Para él la noción de diversidad no se contrapone con la noción de unidad, pues diversidad alude a los rasgos identitarios de naciones diversas y unidad alude a una condición interna de la lengua misma como sistema de signos, afincada en una sólida tradición. En esto, Bello difiere tanto del patriotismo idiomático estrecho de muchos intelectuales españoles como del antiespañolismo esterilizante de muchos de sus contemporáneos.
»Bello no reniega de la tradición, especialmente de la tradición escrita, fuente de ejemplaridad y de unidad, pues, entre otras cosas, no la considera “española” sino fuente de una continuidad comunicativa nunca rota. Para él, la literatura del pasado es un reservorio, vigente para todas las comunidades hispanohablantes, de riqueza y energía cultural, pero al mismo tiempo, entiende que la lengua ha de ser desde ahora cultivada en una dirección de participación intercomunitaria en un mundo donde los hablantes de la lengua común, que él por eso mismo prefiere llamar con el antiguo dictado de “castellana”, mejor que “española”, tienen el derecho a participar por igual, cada uno desde su identidad y desde su empaque cultural específico.
»La lengua resulta ser el instrumento de un ámbito comunicativo que se ha ampliado no solo en lo geográfico, sino que se ha enriquecido en todos los órdenes de la interacción humana y donde cada grupo y cada individuo pueden hallar su identidad y su originalidad expresiva. En otras palabras, don Andrés Bello asume pioneramente el sistema de actitudes lingüísticas propio de un idioma estandarizado.
»Gracias al cultivo intelectualizado de varias generaciones de creadores, pensadores y difusores, gracias a la existencia de guías como las gramáticas y diccionarios que ofrecen instituciones de estudio, los miembros de la comunidad cuentan con un marco de referencia para el comportamiento comunicativo relativamente homogéneo en su flexibilidad, pero cuentan también con un instrumento eficaz de cohesión, que al mismo tiempo que los identifica como miembros de una comunidad hablante, los conecta con el resto del mundo en una de las más amplias redes de interacción conocidas.
»Los hablantes de la lengua, en cuanto hablantes, ya no son españoles o mexicanos o chilenos: sin dejar de serlo, son antes que nada hispanohablantes y su identidad lingüística es, como decimos hoy, panhispánica. La Gramática de la lengua castellana de don Andrés Bello está al servicio de esta nueva visión de la lengua común. Por eso también, puede llamarse con justicia, como lo ha hecho la Academia Chilena, “gramática de la libertad”».
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