noviembre 15, 2017

«Rodolfo Lenz: economías de la lengua y políticas de la lingüística»



Juan Antonio Ennis
«Rodolfo Lenz: economías de la lengua y políticas de la lingüística»

Boletín de Filología, vol. 51, n.º 1 (2016)

Boletín de Filología | Universidad de Chile | Facultad de Filosofía y Humanidades | Departamento de Lingüística | Santiago de Chile | CHILE


Extracto de apartados en páginas 118 a 126 de la publicación en PDF. Véanse las referencias en la publicación original del texto.




«Introducción: ecología y economía de la lengua dada

»A comienzos de los años 70 del pasado siglo, el escandinavista de Yale Einar Haugen esbozó la propuesta de una “ecología lingüística”, un enfoque que pretendía sumarse a las miradas críticas e innovadoras que desde fines de los 50 tendían a abolir la aséptica separación de uso y sistema en las ciencias del lenguaje, a partir del desafío de estudiar las lenguas en sus múltiples, diversos y complejos modos de relacionarse con su contexto y condiciones de realización, ensayando una división del trabajo entre especialidades ya establecidas, otras más bien incipientes y algunas aún por venir, a partir de diez “preguntas ecológicas” que deberían poder responderse para cada lengua dada (for any given language) (Haugen 1972: 59).

»Más de dos décadas después, Peter Mühläusler retomaría la discusión del concepto de la ecología en la lengua, preguntándose en primer lugar por las razones del escaso éxito de la propuesta de Haugen, que atribuía sobre todo a su “aceptación acrítica de algunas nociones clave sostenidas por el establishment lingüístico”, entre las que destacaba su consideración “de que pueda haber algo así como ‘una lengua dada’” y la división discreta de los distintos aspectos de los estudios lingüísticos y sus respectivas especialidades (Mühlhäusler 1996: 4).

»La idea de una ecología de la lengua que proponía Mühlhäusler venía a interpelar los fundamentos mismos de la disciplina, sacando del lugar de la anécdota el emplazamiento social de la lengua, su relación con otros códigos, el modo de significar y marcar sus límites y los de la comunidad hablante con mayor o menor labilidad o rigor según el caso, retomando un tópico extendido en la literatura del viaje lingüístico desde el siglo XIX –el de la pronta extinción de la diferencia y la diversidad lingüística ante el avance colonial de Occidente.

»El subtítulo del volumen, Language Change and Linguistic Imperialism in the Pacific Region, permite pensar justamente en enfoques –presentes en su bibliografía– como los de Calvet (1974) o Phillipson (1992). Concentrado en el examen histórico de las lenguas del Pacífico, Mühlhäusler pone de manifiesto cómo la intervención de las potencias europeas imperiales habría modificado radicalmente, junto con la economía y la ecología, la diversidad y organización de las lenguas, más ampliamente de las formas de comunicación en la región. Destaca así que la tarea de los especialistas puede resultar decididamente invasiva, y que la tarea de identificar, nombrar y describir lenguas, “lejos de ser un acto de descripción objetiva […] puede constituir una seria intromisión en la ecología lingüística de un área. La misma idea de que las lenguas pueden ser contadas y nombradas puede ser parte de la enfermedad que afecta a la ecología lingüística del Pacífico, y un obstáculo en la reconstrucción del pasado lingüístico” (Mühlhäusler 1996: 5). Y más adelante agregará:

»El imperialismo lingüístico, como otras ideologías, tiene su propio lenguaje. Los discursos que lo sostienen […] son económicos, morales, políticos y científicos (un ejemplo de estos últimos es la lingüística “científica”). Los lingüistas, por mucho tiempo, han argumentado a favor de la neutralidad ideológica de su propia posición, una estrategia que no ha beneficiado ni a su profesión ni a los hablantes de ninguna de las numerosas lenguas que han tomado por objeto (ibíd.: 20-21).


»En el mismo año, y desde un lugar excéntrico con respecto al campo de la lingüística, vio la luz un volumen de Jacques Derrida que se ocupaba del mismo problema, a partir de un planteo que insistía asimismo en el carácter incontable (en el sentido del uncountable inglés) de las lenguas. No obstante, añadía, si bien por un lado las lenguas, la experiencia de la lengua como tal, puede ser, en sí, innumerable (la equivalencia, discreción, homologación de las lenguas son operaciones que pueden hacerlas contables en tanto unidades equivalentes, pero que no dan cuenta de todas las experiencias lingüísticas posibles), por el otro admitía que las mismas no dejan de desaparecer por centenares, todo el tiempo. Así, este carácter incontable de las lenguas no impediría ni quitaría dramatismo a la necesidad de la archivación de una de ellas antes de su extinción. Y son estas empresas las que disparan la pregunta acuciante por la necesidad del salvataje de una lengua:

»Et s’il valait mieux sauver des hommes que leur idiome, là où il faudrait hélas choisir ? Car nous vivons un temps où parfois la question se pose. Sur la terre des hommes aujourd’hui, certains doivent céder à l’homohégémonie des langues dominantes, ils doivent apprendre la langue des maîtres, du capital et des machines, ils doivent perdre leur idiome pour survivre ou pour vivre mieux. Économie tragique, conseil impossible (Derrida 1996: 56) [¿Y si valiera más la pena salvar a unos hombres que a su idioma, allí donde, ¡ay! hubiera que elegir? Pues vivimos un tiempo en que a veces se plantea esta pregunta. En la tierra de los hombres de hoy, algunos deben ceder a la homo-hegemonía de los amos, el capital y las máquinas, deben perder su idioma para sobrevivir o para vivir mejor. Economía trágica, consejo imposible (Derrida 1997: 48)].


»La mirada de Derrida no contradice la de Mühlhäusler, sino que la complementa. Allí donde este ve la desaparición de un ecosistema lingüístico, aquel observa el avance irrefrenable de una economía –y no de cualquier economía, claro está. En este punto, resulta decisiva la noción planteada (que no definida, como es habitual), por el filósofo francomaghrebí: homo-hegemonía, que para el lector familiarizado con los estudios de ideologías lingüísticas difícilmente pueda escapar a su asociación con la hegemonía de lo que Blommaert y Verschueren (1998: 202-204) denominarían ‘homogeneism’, y que el primero sintetiza como “una ideología en la cual la homogeneidad social, cultural, lingüística y de otro tipo se presenta como la ‘mejor’ forma de gobernancia [governance]” (Blommaert 2005: 252), y cuya definición y descripción se hacen más precisas luego con la introducción del concepto de “cultura monoglósica” por parte de José del Valle (2000, cfr. Del Valle y Stheeman 2002: 10-11).

»Así, hay un modo de ser, asimilar, valorar y gestionar las prácticas lingüísticas que progresivamente se impone a cada comunidad como una necesidad, un destino, una naturaleza dada. Su forma modélica adquiere una primera versión a gran escala con la Revolución francesa, y su lógica económica ha sido analizada eficazmente por Pierre Bourdieu (1982).

»No obstante, al hablar de las economías de la lengua no se refiere aquí exclusivamente a ese esquema conceptual de la economía de los intercambios lingüísticos, sino que se quisiera comprender allí mismo también el dispositivo más amplio que la hace históricamente posible. Esto quiere decir que, por un lado, la economía de la lengua que se sobrepone a lo que Mühlhäusler daba en llamar su ecología, se comprende aquí en el marco de la integración del saber lingüístico en la maquinaria globalizante de la expansión colonial de Occidente. Por otro lado, se subraya la naturaleza gubernamental, “gestional” de la oikonomía, como ha sido señalada por Giorgio Agamben en su exploración arqueológica de la relación entre economía y política. Esta economía de la lengua concierne no solo al mecanismo de inclusión/exclusión de la lengua legítima, sino que comprende (o nos dice que lo hace), desde su emergencia en el siglo XIX, todo aquello que quedaba fuera: incluye la diferencia, la reduce al orden de lo Mismo y la pone a trabajar en un sistema de producción de valor que sustentará el dispositivo de las modernas lenguas nacionales.



»Las ciencias del lenguaje y la economía de las lenguas modernas

»La relación entre la lingüística como discurso autónomo emancipado de fines ajenos al desinterés científico y la forma históricamente más exitosa del imperialismo –el colonialismo moderno– ha sido analizada más recientemente por Joseph Errington (2008), quien da cuenta del modo en el cual la lingüística moderna opera como dispositivo epistemológico integrado a la maquinaria colonial, cuyo principio de acción básico consiste justamente en el aplanamiento de la diversidad lingüística, sobre todo a partir de su profundo interés en la misma.

»Así, al incorporar esas lenguas a dispositivos de conocimiento definidos, se reduce la complejidad de su emplazamiento y entramado, sus condiciones ecológicas de existencia, integrándolas a un modelo que las hace, justamente, comparables e historizables en relación con la lengua de los señores coloniales. Se observan así dos modos fundamentales en que lo que Errington denomina las “imágenes filológicas de la lengua” pudieron encontrar repercusión más allá del ámbito restringido del saber académico: por un lado, una “visión orgánica de la historia que contribuía a explicar la superioridad de Europa en el presente colonial, naturalizar su avance civilizatorio y dar cuenta de la diferencia lingüística como desigualdad humana en un mundo colonial”; por el otro lado, la filología como una ciencia ante todo alemana, que en un contexto de crisis política y cultural en una Europa en proceso de industrialización “hacía del pasado un recurso para las ideologías nacionalistas” (Errington 2008: 71).

»La consideración de esa agentividad política del saber filológico-lingüístico que habría hecho posible la armonización de un diseño global donde a cada comunidad corresponde una “lengua dada”, y actúa asimismo como índice de su proximidad a la naturaleza o la cultura, tiene una formulación pionera y extrema en la observación de Michel Foucault acerca del rol discreto pero decisivo de la disciplina cuyo umbral señala en los nombres de Bopp, Schlegel, Grimm y Rask en la modificación nada menos que del modo mismo de ser de la lengua, y encuentra algo más que una expansión o precisión en este tipo de investigaciones que dan cuenta de cómo un proyecto científico en principio restringido a un país sin mayor participación en la expansión colonial europea del XIX alcanza una especial incidencia política en la forma de esa expansión sobre la percepción teórica y la gestión práctica de las lenguas.

»No obstante, la eficacia de este programa no puede impedir reconocer la relativa precariedad inicial del terreno sobre el que se asienta la lingüística moderna. Con esto me refiero a la más básica materialidad del trabajo, a sus condiciones mismas de posibilidad. Los casos en que el rol del agente colonial y el del investigador de las ciencias del lenguaje se superponen claramente (puede pensarse en los ejemplos de William Jones o Wilhelm von Humboldt, o incluso del mismo Rasmus Rask, donde la actividad del lingüista se apoya financiera e institucionalmente sobre el aparato propio de las potencias europeas) son más bien la excepción a una regla generalizada que solo avanzado el siglo XIX irá sobreponiéndose, ganando el lugar sobresaliente en el universo institucional de la academia europea que permitirá que la lingüística post-saussureana se erija por décadas en ciencia piloto entre las humanidades.

»La trayectoria de lingüistas de la talla de Jacob Grimm o August Schleicher enseña con claridad el alcance de lo que G. Bergounioux asevera al hablar del segundo, esto es, que a mediados del siglo XIX “la lingüística es una disciplina cuya autoridad, conferida por un contenido científico fundado sobre el dispositivo comparatista, es contrabalanceada por la fragilidad de un asiento institucional reducido a algunas decenas de investigadores, dispersos entre cinco o seis países, en situación precaria frente a las posiciones establecidas de la filología clásica” (2002: 7). De este modo, en muchas ocasiones las circunstancias de desarrollo del impresionante edificio de saber que en pocas décadas montarán sobre estas bases los investigadores pioneros de la moderna filología (Grimm, Rask, Bopp, Humboldt, Schlegel) y sus herederos han estado más sujetas al azar que al programa que tras ellas pudiera vislumbrarse.

»Esto no quiere decir que el resultado último no adquiera la forma de un global design colonial, ni que sus fundamentos ideológicos no respondieran en última instancia por ese destino, sino que muchas veces esto se produce de modos más difíciles de reducir a una sola lógica. Así, si muchos nombres pioneros como los de Jones, Rask o Humboldt muestran una clara relación orgánica entre sus investigaciones y un proyecto de Estado (más allá de las diferencias entre los marcos de cada una, en los tres casos se trata de investigaciones financiadas por un Estado europeo que ve alguna utilidad, alguna forma de recurso en el estudio de la lengua exótica y pretérita), el desarrollo posterior evidenciará, en muchos casos, una relación más mediada.

»Así, por ejemplo, referentes indudables de la primera y segunda generación respectivamente, como Jacob Grimm o August Schleicher, muestran una relación con el poder que ya no es siempre orgánica, sino muchas veces interrumpida, conflictiva y plagada de contratiempos en la búsqueda de un amparo político para un proyecto de lengua y de disciplina pensado desde la propia posición, un moderno afán de autonomía a cualquier precio (cfr. Ennis 2015, Koerner 1989). Esa voluntad de autonomía esencialmente moderna, connatural al modo en que estos lingüistas podían pensarse políticamente a sí mismos y al lugar de su disciplina en el desarrollo de una sociedad, va acompañada de una clara voluntad de inclusión del otro hasta entonces desdeñado por la alta cultura en su configuración de la lengua y la cultura legítima de la nación para un Estado en vías de modernización.

»El relato de comienzos presente tanto en Grimm como en Schleicher da cuenta de una emancipación del saber lingüístico, supeditado en la filología tradicional a la fijación y examen de los textos clásicos, para convertir a su objeto, la lengua, en un fin en sí mismo. La lingüística moderna, así, escapa al libro y a la tradición escrita canónica para abrirse a una forma considerada más “natural” de su objeto, que incluye en esa naturaleza la lengua cotidiana, la cultura popular y la tradición oral y escrita de las lenguas vernáculas. Estas adquieren una dignidad académica antes reservada a las lenguas clásicas, y se comienza a producir un enorme corpus para la divulgación y examen de su dinámica histórica.

»La filología sale de la biblioteca al mundo, para producir una enorme biblioteca, fundada en la angustia de la falta, del carácter incompleto de la misma y de la pronta desaparición de sus últimos vestigios. Se comienza a producir un corpus inmenso de documentos antiguos, tradiciones populares (relatos, mitos, leyendas, refraneros), literaturas medievales que, encontrando su expresión más o menos modélica en los casos de Rask o Grimm, se extienden hacia todas las ramas posibles de las lenguas indoeuropeas, y se hacen en muchos casos política cultural para la producción y sustento de distintos nacionalismos. Ese impulso de inclusión no excluye la fijación de jerarquías, sino que por el contrario las hace posibles: se trata de la incorporación del otro como material bruto en una economía, un sistema de gestión, archivación, asignación de valores y consecuentemente de roles. El movimiento es democrático y colonial, al mismo tiempo, sin contradicción. Incluye la lengua y la cultura del otro apropiándosela, constituyéndose en su intérprete y mediador, asignándole su valor y forma última.

»La economía de las lenguas modernas precisa así, en primer lugar, detectar y poner en valor a través de su elaboración la materia prima de la cultura popular, de esa diversidad que funciona como sustrato fundamental de la unidad común. Desde un lugar de autoridad que encuentra entre sus condiciones de posibilidad y garantías la voluntad de autonomía con respecto a otros saberes y al poder del Estado –del cual debe diferenciarse para poder proveerlo de sus resultados–, el lingüista construye su espacio de enunciación como lugar político, garantía de supervivencia para su labor y sus saberes, para aquello que ve amenazado en su objeto.

»De esta manera, la hipótesis de trabajo sobre la que me gustaría comenzar a avanzar aquí en la lectura de algunos textos de Rodolfo Lenz apunta a revisar una vez más su rol en la historia política del español de Chile: cómo su impronta modernizadora, su legado en ese sentido, no tiene que ver necesariamente solo con la instalación y perdurabilidad de un método, sino también con el aporte concreto de un caudal de materiales destinados justamente a reconfigurar la economía de la(s) lengua(s) de Chile de acuerdo a los lineamientos proporcionados por la lingüística moderna y saberes afines, y cómo para ese fin debe afanarse en la disputa por un lugar político para su saber, un lugar de enunciación específico, de características propias, desde el cual afirmar la voz autorizada del lingüista en el espacio público.»





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