Mario Barra Jover
«Variantes invisibles, emergencia y cambio lingüístico»
En: Así se van las lenguas variando. Nuevas tendencias en la investigación del cambio lingüístico en español, ed. de Mónica Castillo Lluch y Lola Pons Rodríguez, Berna, Peter Lang, 2011.
Vía HAL-SHS (Sciences de l’Homme et de la Société) du Centre pour la Communication Scientifique Directe (CCSD), unidad de apoyo y de investigación bajo la triple tutela del Centre national de la recherche scientifique (CNRS), Institut national de recherche en sciences et technologies du numérique (Inria) e INRAE (Institut National de Recherche pour l’Agriculture, l’Alimentation et l’Environnement) | Villeurbanne | FRANCIA
Extracto de los apartados 1 y 2 del artículo en PDF. Véanse notas y bibliografía (corpus y referencias) en la publicación original.
Acceso abierto en HAL-SHS (Sciences de l’Homme et de la Société).
Introducción: principios y generalizaciones
Como en muchas otras disciplinas, resulta a veces difícil reconocer que nuestra forma de razonar en lingüística diacrónica esté extremadamente condicionada por principios y axiomas que nadie se toma ya la molestia de examinar de manera crítica y que, sin embargo, pueden carecer de respaldo empírico. Basta, para comprobarlo, con que nos esforcemos en evitar la perturbación que producen en los datos observados y que nos liberemos del tinte que dan a las fórmulas con las que nos expresamos. Tal esfuerzo merece la pena si con ello nuestra disciplina puede enriquecerse tanto en los problemas que plantea como en los datos que saca a la luz.
Para ser ya más preciso, hago aquí referencia al principio de economía, al axioma «dos formas, dos funciones» y a la perspectiva teleológica que ambos destilan y de la que tan difícil nos resulta deshacernos por bien dispuestos que estemos. El principio de economía, extensión abstracta del principio físico de la mínima acción, a su vez extrapolación del enunciado geométrico «la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta», se pasea por la lingüística sin que nadie sepa muy bien con qué derecho. Nada más lejos de mis intenciones discutir aquí su pertinencia en tanto que enunciado independiente de toda disciplina. Lo único que pretendo es afirmar que su adopción como agente causal debería estar estrictamente restringida a los casos en los que:
a) se conocen y, sobre todo, se comparten consensuadamente los parámetros que deben ser tomados en cuenta;
b) estos parámetros pueden ser expresados en magnitudes unívocas.
En otras palabras, decir que algo es «más corto» o «más simple» con respecto al lenguaje es tan fundado o infundado desde el punto de vista del estándar compartido y de la objetividad de las magnitudes como decir que es «más bonito» o «más elegante», en la medida en que reducir la observación a nociones geométricas (extensión en el tiempo o en el espacio) es, a poco que se mire, ingenuo. Ignoro, por poner un ejemplo sencillo, si alguien se puede pronunciar sobre si el pluscuamperfecto de indicativo latino «miserat» es más o menos económico que el español «había enviado».
¿Qué medimos? Podemos medir la extensión (presuponiendo un estándar de referencia ilusorio), podemos medir el volumen de ítems morfológicos que debe almacenarse, clasificarse y recorrerse para especificar la flexión (sin tener bases neurológicas para justificar la estimación), la cantidad de información (tiempo, modo, aspecto, voz, persona) concentrada en las unidades más pequeñas, la complejidad del entramado gracias al cual la secuencia es interpretable... En general, podemos retener lo que más convenga a nuestro propósito porque no nos sentimos obligados a mostrar explícitamente las hipótesis (injustificadas, pues) en las que se apoya nuestra evaluación. Y ahí está el problema, en que no hay más que hipótesis tácitas.
La expresión más directa del principio sería la «economía articulatoria«, tan simple de enunciar como difícil de controlar, a pesar del esfuerzo conceptual de Weinreich, Labov y Herzog o de otras más recientes formulaciones en términos de optimidad de Kirchner. Desde un punto de vista estrictamente diacrónico, la idea de una tendencia ineludible al concentrado articulatorio ha propiciado la adopción mecánica del patrón evolutivo: relajación fonética > desgaste morfosintáctico > reacción de autoprotección del sistema, cuyo mejor ejemplo son las posiciones al respecto de Kiparsky y que, se quiera o no, es la savia de la ya incontrolable teoría de la gramaticalización (véase, recientemente, el intento de Fischer de encauzarla y armonizarla con otros enfoques y el esfuerzo de Elvira para restringir su uso desarrollando la noción de «lexicalización»). Estamos ya ante una de las fuentes de la perspectiva teleológica.
Desde el punto de vista de la competencia del locutor —la economía articulatoria se situaría en la actuación— y de la organización del sistema, las formulaciones diacrónicas han adoptado la idea de que existe una autorregulación económica del polimorfismo, ya sea desde el punto de vista paradigmático, ya sea desde el punto de vista estructural. Los casos de polimorfismo puro no deben existir, puesto que son antieconómicos y corto es el paso que hay que dar para aceptar el axioma «dos formas, dos funciones» como inspiración metodológica. En pocas palabras, ante dos formas que a primera vista expresan una misma función, tengo que suponer que solo lo hacen aparentemente y mi tarea es sacar a la luz las dos funciones que justifican su existencia. Dado que es el axioma el que dirige y consolida las explicaciones, poco importa que estas sean producto de la imaginación incluso al precio de ignorar lo que los datos se obstinan en manifestar, a saber, que hay casos de puro y simple polimorfismo o, más en general, que las innovaciones pueden ser «gratuitas» y los sistemas más bien «pródigos».
Y es aquí donde topamos de frente con la perspectiva teleológica de la que, como queda dicho, está impregnada nuestra visión del cambio. Tal paradigma nos hace suponer una forma de consciencia en los locutores o, yendo aún más lejos, en el propio sistema, dado que se les atribuye una capacidad prospectiva que bien puede no existir. Conviene, sin embargo, notar que lo que hace posibles las explicaciones teleológicas es el simple hecho de que partimos de un estado de cosas que consideramos un resultado. Dado que conocemos el resultado, suponemos que hay un proceso que conduce hasta él, en la medida en que se deja emplazar como un objetivo. No es difícil, en tales circunstancias, seleccionar (y descuidar) los datos y forzar las explicaciones; y va de suyo que nadie va a extenderse en detalles sobre la emergencia y extensión de las innovaciones, muy numerosas, que han desaparecido (se dice «que no han triunfado»).
Lo hasta ahora dicho no quita que sea posible describir formalmente la evolución de una lengua, sino simplemente que los resultados obtenidos pueden ser más eficaces si los objetivos perseguidos son más modestos. Y es quizá pertinente hacer notar que cuando utilizo el término «lengua» (o «dialecto»), no hago referencia a una entidad sino a un estado de cosas hipostasiado por comodidad conceptual. El «español» no es, a los efectos, un objeto estable sino el efecto intersubjetivo de la existencia de una gramática social producido por el hecho de que en un espacio dado los locutores posean gramáticas internas (idiolectos) muy similares. En este sentido, decir que dos personas hablan la misma lengua es como decir que dos personas tienen la misma nariz o el mismo carácter. Y no como decir que dos personas viven en la misma casa o han visto «la misma» película. En lo que sigue, se propone al lector un punto de vista opuesto al teleológico, así como a toda ambición determinista en la descripción gramatical. Un indeterminismo que se inclina a saber más sobre lo que ha pasado, aunque sea al precio de no poder decir por qué. En lugar del principio de economía, partiremos de un principio general diferente: todo sistema natural produce menos salidas materiales de las que su configuración le permitiría producir virtualmente. Su formulación lingüística puede ser:
(1) Ningún locutor utiliza todo el potencial productivo de la gramática que ha adquirido.
La generalización (1) predice:
a) que la gramática social de una lengua está lejos de reflejar todo el potencial generativo de las gramáticas internas que la conforman;
b) que todo locutor puede producir innovaciones a partir de la gramática que ha adquirido, innovaciones que designaremos como «triviales».
Partiremos de la idea de que no se puede saber por qué los locutores producen una innovación y no otra. Ello no impide, sin embargo, que podamos aceptar que las innovaciones idiolectales convergen porque están restringidas en cuanto a sus posibilidades lógicas y que es ello lo que permite la aparición de nuevas reglas (innovaciones no triviales). Adelantando un ejemplo examinado más adelante, solo podemos tantear la pertinencia de tal o cual explicación sobre la aparición del leísmo y el laísmo, en la medida en que siempre nos encontramos con los dos obstáculos mencionados en la nota 3, razón por la cual se han dado tantas explicaciones, todas ellas tan conceptualmente válidas como poco definitivas.
Sí podemos, en cambio, explicitar de manera demostrable (falsable) cómo estas variaciones han desembocado en sistemas coherentes, dado que las posibilidades lógicas para el establecimiento de nuevas reglas están limitadas, como veremos, a la intervención e interacción de un número restringido de rasgos gramaticales. En pocas palabras, parece más razonable limitarse a responder a la pregunta cómo es posible x y no a la pregunta por qué x. A esta última, siempre se puede responder «¿por qué no?».
Evolución y saltos cualitativos
Antes de presentar un modelo destinado a representar cualquier tipo de cambio, parece imprescindible dejar claro qué es lo que se debe entender por «evolución», dado que las cosas no son tan sencillas como puede parecer. Empezaremos por atribuir un valor único al signo >, de forma que no se preste a malentendidos y no dé la impresión de un uso aleatorio. La forma más neutra de interpretar el signo > (‘evolución’) puede ser la siguiente (T = corte temporal):
(2) En un T1 existe X y en un T2 hay un Y donde había X.
La fórmula (2) tiene la ventaja de evitar problemas, en la medida en que no se especifica si lo que se produce es un proceso de transformación o un proceso de sustitución. Cierto es que se puede suponer que se da la una o la otra en función del objeto estudiado. Así, podemos aceptar que una evolución fonética como /ʒ/ > /x/ (muger > mujer) o una evolución semántica como herida (‘golpe’) > herida (‘herida’) son transformaciones, mientras que una evolución morfosintáctica como AMICO > a un amigo es una sustitución.
Ahora bien, las fronteras no siempre son tan claras y la poca consistencia de los límites puede comportar distintas disposiciones metodológicas. Si, por ejemplo, pretendo establecer una relación evolutiva entre insistir que e insistir en que, tengo que decidir si trato la una como transformación de la otra o si las trato como dos construcciones distintas que cohabitan. En otras palabras, insistir en que puede ser un insistir que al que se añade en o, al contrario, insistir que es un insistir en que pierde en (esto último siendo muy dudoso históricamente, aunque muy supuesto folclóricamente).
Lo que más me importa señalar es que la idea de transformación es muy engorrosa cuando se trata de procesos (incluso fonéticos) en los que no ha desaparecido la forma de partida, porque no sabemos qué es lo que se transforma y, sobre todo, porque vamos a recurrir a una visión gradual muy poco justificada por los datos. Quizá valga más aceptar que la una es un candidato a la sustitución de la otra y que se ha abierto camino en algunos contextos.
Lo cierto es que la idea de sustitución es válida para cualquier tipo de cambio, mientras que la de transformación es limitada y escurridiza. No veo inconveniente en suponer que /ʒ/ > /x/ no quiere decir que el primero sufra una alteración (por otra parte, muy difícil de trazar porque no sé ni de qué objeto hablo) que lo lleva al segundo, sino más bien que, para el fonema /ʒ/, hay en un primer momento un alófono dominante [ʒ], lo que no impide que existan otros entre los que se hace un sitio [x], también alófono del /ʃ/ de, por ejemplo, dixo, hasta el punto de que acaba por convertirse en el dominante, por ser el mejor representante de ambos fonemas y por hacer desaparecer, en consecuencia, la oposición. Desde el punto de vista material, solo habría sustitución, razón por la cual propongo, aunque solo sea por homogeneidad metodológica, que toda evolución sea tratada como una sustitución y nunca como una transformación.
Queda señalar que una evolución puede implicar un salto cualitativo local cuando lo que es gramatical (en el sentido amplio del término) en un momento dado no lo es en otro. Esto nos sitúa ante otro problema epistemológico, a saber, si debemos aceptar y explicar la existencia de saltos cualitativos de alcance general y que producen la impresión de una «revolución» o una «catástrofe» en la medida en que pueden implicar un cambio tipológico, como se supone que sucede en la historia del francés, del inglés y, evidentemente, en el paso del latín a los dialectos romances. Como se verá en las páginas que siguen, el modelo de descripción propuesto puede dar cuenta de tales cambios tipológicos a partir de la relación no teleológica entre saltos cualitativos locales, sin necesidad tampoco de recurrir a fuerzas abstractas como la atracción paramétrica propuesta por Lightfoot.
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